sábado, 7 de marzo de 2020

San Cipriano de Cartago: La oración dominical, (15-18)


ReflexiónLos Santos Padres no quedaron ocioso cuando llegaba a sus manos las Sagradas Escrituras, pues en la medida que iban leyendo, memorizando las enseñanzas de la Palabra de Dios, nos ayudaba comprenderlo. En el Padrenuestro que se supone que lo estamos meditando, porque nada tiene que ver con lo que se lee en periódicos y revistas, que luego pasa. La Palabra de Dios no tiene que pasar en el corazón del cristiano. Puede que una persona que no sabe leer, pero se sabe a la perfección esta oración, la medita, la graba en el corazón y en el pensamiento, y no sale de ahí, aprende de la Sabiduría de Dios, se deja instruir por el Espíritu Santo, cree en verdad a Jesús, el Divino Maestro, y puede tener más conocimiento que cualquier teólogo.


Una persona que verdaderamente al Señor, solamente puede encontrar la alegría en el silencio y recogimiento e la oración. Por el contrario, cuando la soberbia domina el corazón, hace creer: “sé mucho, porque he pasado años estudiando, y encuentro la alegría conforme a los deseos de mi medida personal”. Allí, donde se ha establecido la soberbia, no hay posibilidad de un dialogo espiritual. La soberbia es una tramposa, y siempre divide y aleja de Dios. Allí donde la soberbia ha establecido su morada, no se puede hallar a Jesús, no hay paz, no hay serenidad. Y rápidamente, hemos de cortar de raíz con los dominios de la soberbia.


A nosotros, que hemos de amar al Señor, esta bellísima oración nos debe inundar de gozo, de paz, porque es completísima, pues no se trata de rezar uno o diez Padre Nuestro y luego inclinar su corazón a las cosas terrenales.


Hace años, leía yo en alguna parte, algo que nunca me convención, cinco, diez, quince, o treinta minutos con el Señor, y ya todo está bien. Esto es un tiempo brevísimo que se dedica al Señor, mientras que el resto de las horas, es para nosotros, ya no es para el Señor, que se le ha dejado de lado. Esto no ayuda a nadie. Y el demonio siempre se aprovecha, que pasando ese breve tiempo con el Señor, es mayor el tiempo que se dedica al mundo, al demonio a los enemigos del alma.


Pero el Señor nos pide, no ya que estemos vigilantes unos pocos minutos, sino siempre.


San Cipriano de Cartago: 
La oración dominical, (15-18)

15.            La voluntad de Dios es la que Cristo mismo enseñó y cumplió; humildad en la conducta, firmeza en la fe, modestia, disciplina en las costumbres, no saber infligir una injuria y tolerarlas cuando se reciben, vivir en paz con los hermanos, amar a Dios con todo el corazón (Cf Mt 22,37-40), amarlo porque es Padre y tenerlo porque es Dios, no anteponer nada a Cristo, porque Cristo no antepuso nada a nosotros, permanecer firmes en su amor, abrazarse a su cruz con fortaleza y confianza; cuando es preciso combatir por su Nombre y su honor, mostrar en las palabras la firmeza con la que le confesamos; en el interrogatorio, la confianza con la que combatimos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto significa ser coherederos de Cristo (Cf. Rm 8,16-17), guardar el mandamiento de Dios, cumplir la voluntad del Padre.


16.            Pedimos que se haga la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra, ya que ambas cosas consiste la consumación de nuestra justificación y salvación. En efecto, teniendo un mismo cuerpo y en el espíritu, se cumpla la voluntad de Dios. Pues hay lucha entre la carne y el espíritu, un combate continuo, de modo que no hacemos lo que queremos, pues mientras el espíritu va tras lo celestial y divino, la carne desea lo terreno y mundano. Y, por ello, pedimos que haya paz entre estos dos adversarios con la ayuda y el auxilio de Dios, para que, cumpliéndose la voluntad de Dios en el espíritu y en la carne, se declara abiertamente el Apóstol Pablo, cuando dice: «la carne tiene apetencias contrarias al espíritu. Estos dos son adversarios entre sí, de modo que o hacéis lo que queréis. Bien conocidas son las obras de la carne: adulterios, fornicaciones, impurezas, obscenidades, idolatrías, hechicerías, homicidios, enemistades, discordias, celos, rencillas herejías, embriagueces, orgías y otros vicios semejantes; los que hacen tales cosas no poseerán el Reino de Dios. Al contrario, los frutos del Espíritu son la caridad, el gozo, la paz, la magnanimidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia, la castidad» (Gál 5,17-23). Por eso debemos pedir cotidianamente, más aún, continuamente en nuestras oraciones que se cumpla tanto en el cielo como en la tierra la voluntad de Dios sobre nosotros. Porque esta es la voluntad de Dios: que lo terreno ceda ante lo celestial y que prevalezca lo espiritual y divino.

También puede darse otro sentido, queridísimos hermanos: puesto que el Señor nos manda y exhorta amar incluso a nuestros enemigos y orar por los que nos persigue (Cf. Mt 5,44), pidamos por los que todavía son terrenos y no han comenzado todavía a ser celestiales, para que se cumpla del mismo modo en ellos la voluntad de Dios, que Cristo llevó a cabo conservando y restaurando al hombre. Porque si Él ya no llama a sus discípulos tierra, sino sal de la tierra (Cf. Mt 5,11), y el apóstol dice que el primer hombre de barro de la tierra y el segundo del cielo (Cf. 1Cor 15,47), nosotros que debemos ser semejantes a Dios Padre, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos (Cf. Mt 5,45), con razón rogamos y pedimos, siguiendo la exhortación de Cristo, por la salvación de todos. De modo que, así como en el cielo, esto es, e nosotros, se ha cumplido la Voluntad de Dios: ser del cielo por medio de la fe, así también se cumpla su Voluntad en la tierra, es decir, en los que no creen, para los que todavía son terrenos por su primer nacimiento, empiecen a ser celestiales, una vez nacidos del agua y del Espíritu (Cf. Jn 3,5).




18.            Continuando la oración, pedimos y decimos, «Danos hoy nuestro pan de cada día». Esto puede entenderse tanto en sentido espiritual como literal, porque ambos sentidos aprovechan para la salvación por disposición divina. En efecto, Cristo es el Pan de vida (Cf. Jn 6,35), y este pan no es de todos, sino nuestro. Y por eso como decimos Padre nuestro, porque es Padre de los que creen en Él y lo conocen, así también llamamos pan nuestro, el pan que pedimos nos sea dado cada día, para que, quiénes estamos en cristo y recibimos diariamente su Eucaristía como alimento de salvación, no quedemos separados del cuerpo de Cristo por algún pecado grave, y separados y excomulgados, se nos niegue el pan celeste. El Señor mismo nos lo señala diciendo: «Yo Soy el pan de vida, que ha bajado del cielo. Si alguno come de mi pan, vivirá eternamente. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51). Por tanto, cuando dice que vive eternamente el que coma de ese pan, queda claro que viven los que toman su cuerpo y reciben, queda claro el derecho de comunión. Por el contrario, hay que temer y orar para que no haya quien, siendo separado del Cuerpo de Cristo, no vaya también a alejarse de la salvación: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). Por ello pedimos diariamente se nos dé nuestro pan, es decir, Cristo, a fin de que, los que permanecemos y vivimos en Cristo, no nos separemos de su santificación y de su cuerpo.

Continuará con la gracia de Dios.


Reflexión:
Si rezamos mal nuestras devociones, si tratamos mal a Jesucristo, con nuestra conducta, gestos, palabras, malos modos es posible que también otros nos estén tratando mal, pero no siempre es así. Maltratar a Jesucristo es también cuando no queremos corregirnos de nuestras imperfecciones, que pensamos, mal de nosotros, y también estaríamos imitando a aquellos que no comprendieron a Jesucristo, ni a los Apóstoles, ni a los Santos. Y que todas las cosas deben comprenderse desde la actitud del hombre viejo.

Si el Señor, que verdaderamente nos ama, nunca deberíamos ofenderle jamás.

Pero el pensamiento de Dios, está muy por encima de todo pensamiento humano.

Saber comprender correctamente el Padre nuestro es importante para escalar los grados de nuestra fe.

Cuando verdaderamente queremos amar a Jesucristo, la oración constante del Padre Nuestro, como otras devociones, el santo Rosario, la Coronilla de la Divina Misericordia, el Santo Vía Crucis, etc. Debe notarse ese autentico cambio interior en nuestra propia vida, que verdaderamente, nuestra voluntad ya la hemos perfeccionado en Cristo. La mala voluntad de nuestro hombre viejo, que es grosero, mal educado, insolente, burlón, mundano, desordenado, vicioso, sucio, deshonesto, escandaloso, y otras feas conductas, ya no nos domina. Al decir un ¡sí rotundo!, a Jesús, salimos ganando, que nuestro cambio no se estanca. La envidia ya no está en nosotros.

Nuestro hombre viejo no quiere ser corregido, porque no puede tener a Cristo Jesús. Pero quien ya no es esclavo de nuestro hombre viejo, rápidamente se arrepiente si ha cometido algún mal. Porque el Padre Nuestro nos exhorta a perdonar y olvidar cualquier afrenta. Si nosotros rezamos verdaderamente en espíritu y verdad, nunca podemos dañar al prójimo de ninguna manera. Pues viviremos siempre en la presencia de Dios, dejando que el amor de Dios, en nosotros, también se extienda al prójimo. En el corazón del orante no existe resentimiento contra el ser humano, pero no cae en los lazos desordenados del mal en cualquier prójimo, y le animamos que comprenda las cosas desde Jesús nuestro Señor.

El Pan Espiritual, la Sagrada Comunión, cuando la recibamos, siempre que nuestro corazón esté muy ordenado a la Voluntad de Dios, es lo que el Señor quiere para cada uno de nosotros, una vida ordenada, piadosa, nunca nada de "líos" como quieren los enemigos de Dios. Y no caeremos en ese pecado de soberbia. «No deis motivo de escándalo ni a judíos, ni a los griegos, ni a la Iglesia de Dios» (1º Corintios 10,32).

Hacer "lío" es precisamente lo opuesto a los intereses de Cristo Jesús y la salvación de las almas. 

Por eso, debemos hacer todo lo posible, que el Señor nos ayuda, cuando nos empeñamos en perfeccionar nuestra oración. No en la medida personal, humana, sino en la misma medida que Jesús nos ha enseñado. 

A mayor gloria y alabanza de Dios.




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