La oración
dominical se convierte en oración de cada día, y muchas; pero es que la oración
no debemos poner un tiempo límite, porque el Señor quiere que oremos en todo
tiempo. Pues también, cuando estamos en casa, solo o con la familia. Nuestros intereses
deben ser los mismos que los de Nuestro Señor Jesucristo, es cuando somos más
felices, el negarnos a nosotros mismos, y no cesamos de orar. El alma de
oración termina sometido a la muerte del pecado. Pero quien quiere salir de la
muerte a la vida, hay que romper con los dominadores del mal, y volver a
Cristo, no alejarnos de Él.
Son muchas las almas que en su día no rezaban
con pureza de corazón y notaban que sus oraciones eran demasiados imperfectas,
pero no renunciaron a ello, sino perseveraron hasta alcanzar esa pureza.
Debemos trabajar mucho para que la medida de
nuestras oraciones sea cada vez más poderosa. El poder de la oración pone fin
al poder de nuestros enemigos: "mundo, demonio y carne"
Continuamos con estas enseñanzas del Espíritu Santo por medio de San Cipriano.
Continuamos con estas enseñanzas del Espíritu Santo por medio de San Cipriano.
Obras
completas de San Cipriano de Cartago
La
oración dominical
Tomo
I.
Biblioteca
de Autores Cristianos.
San
Cipriano de Cartago: La oración dominical, (10-14)
10. Y
no solo, hermanos amadísimos, debemos observar y advertir que llamamos Padre al
que está en los cielos, sino que a la palabra «Padre» y añadimos otra y decimos
«Padre nuestro», es decir de aquellos que creen, de
aquellos que, santificados por Él y salvados por el nacimiento de la gracia
espiritual, han comenzado a ser hijos de Dios. Esta palabra, por otra parte,
afecta e hiere a los judíos, quiénes no solo no creyendo despreciaron a Cristo,
que les había anunciado por los profetas enviado a ellos en primer lugar, sino
que además lo mataron con crueldad. Estos, por ellos no pueden llamar más Padre
a Dios, porque el Señor los confunde y rebate con las siguientes palabras: «Vosotros
habéis nacido de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de
vuestro padre. Él fue homicida desde el principio y o se mantuvo el verdad,
porque no hay verdad en él » (Jn 8,44). Y por medio del profeta Isaías
Dios clama con indignación: «Hijos crié y los saqué adelante, y ellos, sin
embargo me despreciaron. Conoce el buey a su dueño el asno el pesebre de su
amo; Israel, en cambio, no me ha conocido, y el pueblo no me comprendió. ¡Ay,
de la gente pecadora, del pueblo lleno de pecados, raza malvada, hijos del
crimen! Habéis abandonado al Señor e indignado al Santo de Israel» (Is
1,2-4). También nosotros, los cristianos, les reprochamos, cuando al orar
decimos Padre nuestro, porque Dios, mientras ha comenzado a
ser para nosotros Padre, para los judíos, que lo han abandonado, ha dejado de
serlo. Un pueblo pecador no puede ser hijo, sino solo aquellos a los que se les
concede el perdón de los pecados; estos son los llamados hijos, a ellos les ha
sido prometida la eternidad. Nuestro Señor mismo, en efecto, dice: «Todo el
que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre,
mientras que el hijo se queda para siempre» (Jn 8,34-35).
11. ¡Qué clemente ha sido el Señor, rico en bondad y misericordia
con nosotros, pues ha querido que orásemos frecuentemente en presencia de Dios
y le llamemos Padre, y que, así como Cristo es Hijo de Dios,
así nosotros seamos llamados hijos de Dios! Ninguno de nosotros se hubiera
atrevido a pronunciar tal Nombre en la oración, si Dios mismo no nos lo hubiese
permitido. Debemos recordar, por tanto, hermanos amadísimos, y saber que si
llamamos Padre a Dios, debemos también a vivir y a comportarnos como sus hijos,
de modo que, así como nosotros nos alegramos de tenernos como hijos. Vivamos como templos de Dios (Cf. 1Cor 5,16), para que a todos les sea manifiesto que Él habita en
nosotros. Que nuestras acciones no sean contrarias al Espíritu, de modo que los
que hemos empezado a ser celestiales y espirituales no pensemos y obremos más
que cosas celestiales y espirituales, porque el mismo Señor y Dios a dicho: «A
quiénes me honran, yo les honraré, y quiénes me desprecian, serán despreciados»
(1Sam 2,30) . también el bienaventurado apóstol escribió en una de sus cartas:
«No os pertenecéis, porque habéis sido comprado a gran precio.
Glorificad y llevar a Dios en vuestro cuerpo» (1Cor 6,19-20).
12. A
continuación, decimos: «Santificado sea tu Nombre». No es que deseemos que Dios sea santificado por nuestras oraciones, sino
que le pedimos que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿si es
Dios quien santifica, por quien puede ser Él santificado? Pero como Él mismo
dijo: «Sed santos» (Lev 11,44) [Cf. 1Pe 1,15-16], pedimos y suplicamos
esto, para que perseveremos en aquello que hemos comenzado a ser una vez
santificados en el bautismo. Y esto lo pedimos todos los días. Cada día, en
efecto, estamos necesitados de santificación, para purificarnos con esta asidua
justificación que cometemos diariamente. En que consiste esta santificación,
que la bondad de Dios nos concede, lo proclama el apóstol diciendo: «Ni los
fornicarios, ni los idólatras, ni los ladrones, ni los afeminados, ni los
sodomitas, ni los ladrones, ni los estafadores, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces, alcanzarán el Reino de Dios. Y esto fuisteis
vosotros ciertamente, pero habéis sido lavados, habéis sido justificados,
habéis sido santificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de
nuestro Dios » (1Cor 6,9-11). Nos llama santificados en el Nombre del
Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios. Oremos para que permanezca
en nosotros esa santificación. Y ya nuestro Señor y Juez conmina al hombre, que
fue por Él salvado y vivificado, a no caer para que no le suceda algo peor (Cf.
Jn 5,14), por eso le hacemos esta petición con continuas oraciones. Pedimos día y
noche que se conserve en nosotros, con la protección de Dios, la santificación
y la vida que hemos recibido por su gracia.
13. Sigue luego en la oración: Venga tu reino. De
la misma forma que pedimos que su Nombre sea santificado en nosotros, así
pedimos también que se haga presente e nosotros su Reino. Pues, ¿Cuándo no
reina Dios?, ¿en qué momento ha comenzado a ser en Él aquello que fue siempre y
que no ha cesado jamás de ser? Pedimos que venga nuestro reino, el que Dios nos
ha prometido y fue adquirido por la Sangre de Cristo, para que nosotros, que
ahora le servimos en el mundo, reinemos un día en la otra vida con Cristo Rey,
como Él mismo nos promete cuando dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid
el Reino preparado para vosotros desde el origen del mundo» (Mt 25,34). Es
cierto, hermanos queridísimos, que Cristo mismo es el Reino de Dios, que
deseamos diariamente que venga y cuya venida pedimos que ocurra cuanto antes.
En efecto, siendo Él la Resurrección (Cf. Jn 11,23), porque en Él resucitamos
(Cf Colosenses 2,12), porque en Él reinaremos. Hacemos el bien, entonces,
pidiendo que venga el Reino de Dios, esto es el reino de los cielos, también
existe un reino terreno. Pero el que ha renunciado al mundo es superior a los
honores y a ese reino terrenal. Por ello, quien se consagra a Dios y a Cristo,
no desea el reino de la tierra, sino el del cielo. Debemos, por tanto, pedir e
implorar continuamente no ser excluidos del Reino del cielo. Debemos, por
tanto, pedir e implorar continuamente no ser excluidos del Reino de los cielos,
como les ha sucedido a los judíos, a quiénes se les había prometido antes,
según la palabra y el testimonio del Señor. Él ha señalado: «Muchos vendrán
de oriente y de occidente y se sentarán en la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob
en el Reino de los cielos. Más, los hijos del reino serán arrojados a las
tinieblas exteriores; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt
8,11-12). Así Él nos demuestra que los judíos antes habían sido hijos del
Reino, cuando perseveraban siendo hijos de Dios (Cf. Jn 8,11). En cambio,
cuando dejaron de tenerle por Padre, perdieron también el reino. Y por ello,
nosotros los cristianos, que hemos aprendido en la oración a llamar a
Dios Padre nuestro¸ pedimos también que venga a
nosotros el Reino de Dios.
14. Después añadimos y decimos: «Hágase tu voluntad en el cielo y en
la tierra». No pedimos que Dios hg su voluntad, sino que nosotros
hagamos aquello que Él quiere. Porque, ¿Quién impide a Dios a hacer lo que
quiera? Sin embargo, ya nuestros pensamientos y acciones, pedimos y suplicamos
que se cumpla en nosotros la Voluntad de Dios, algo que se realiza solo si Dios
quiere, con su ayuda y protección, pues ninguno es fuerte por sí mismo, sino
gracias a la bondad y la misericordia de Dios. Finalmente, también el Señor
afirma para mostrar la debilidad humana, que Él mismo llevaba: «Padre, si es
posible pase de mí este cáliz» (Mt 26,39). Y en otro lugar dice: «No he
bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado»
(Jn 6,38). Por tanto, si el Hijo ha obedecido para hacer la voluntad del Padre,
cuánto más debe obedecer el siervo para hacer la voluntad del Señor, como
escribe Juan en una de sus cartas, cuando nos exhorta a hacer la Voluntad de
Dios, diciendo: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama
al mundo, el amor del Padre no está en él, porque todo lo que hay en el mundo
es concupiscencia de los ojos y ambición de la vida, lo cual el mundo y su
concupiscencia pasarán, pero el que cumpla la Voluntad de Dios permanecerá para
siempre, como Dios permanece para siempre». (1Jn 2,15-17). Si pues, si
queremos vivir eternamente, debemos hacer la voluntad de Dios que es eterno.
Continuará si Dios quiere.
Gloria y
alabanza a la Santísima Trinidad
Reflexión
En el número 11, dice; «Debemos recordar, por tanto, hermanos amadísimos, y saber que, si llamamos Padre a Dios, debemos también a vivir y a comportarnos como sus hijos, de modo que, así como nosotros nos alegramos de tenernos como hijos. Vivamos como templos de Dios (Cf. 1Cor 5,16) »,
Por tanto, hemos de tener siempre en nuestra memoria, que el modo de orar el Padre nuestro, que por eso, debemos que nuestro corazón, fiel a los Santos Mandamientos de Dios, nada debe hacernos olvidar. Los mandamientos de Dios nos ayudan a ser mejores hijos e hijas de Dios, mejores personas, mejores cristianos. Más humano, pero sobre todo, más espirituales, que debe ir en crecimiento personal.
También dice que debemos vivir como templos de Dios, pues no nos pertenecemos a nosotros mismos. Y es verdad, y esta es la verdadera felicidad, de pertenecer a Dios. Muchas personas dicen, “soy libre, y hago lo que quiero con mi vida”, y lo que le lleva es a muchas tristezas, por los problemas que al no ser fiel al Señor, ha estado sembrando en su propia vida, creyendo ser libres, terminan siendo esclavos del pecado y del demonio. Entonces, no son libres, pero el maligno les hace creer así, y no hay manera de que quieran ver la luz que nos ofrece el Señor nuestro Dios.
Debemos recordarlo continuamente, porque si llamamos Padre a Dios, nosotros debemos comportarnos como hijos obedientes, fieles, porque nos ama. No debemos hacer nada distinto de lo que Jesús nos ha enseñado, y los Apóstoles.
No debemos vivir como si la oración del Padre nuestro no fuera con nosotros, porque hemos sido bautizado, el Señor quiere darnos siempre lo mejor, en el Padre nuestro ese deseo de “venga tu Reino” debe ser un deseo real, no debe caer en el vació, que, si queremos el Reino de los cielos, las cosas de la tierra, no deben ser lo importante para nosotros. En el Reino de los cielos, lo debemos desear en su plenitud, con la misma medida que Jesús quiere para nosotros.
«Hágase tu voluntad en el cielo y en la tierra». Hacer la voluntad de Dios es lo más maravillosos que podemos hacer, incluso, si el Señor quiere que tengamos un tiempo distinto, de la salud corporal a la enfermedad, tengámoslo como regalo de Dios, en nuestro provecho, pues el amor, lo más duro de nuestras enfermedades, puede ser alivios. Pero también en las sequedades de la oración, podemos sacar buen provecho espiritual, porque es mucho mejor pasar todas las dificultades en esta vida presente, que no luego en la eternidad.
Mucho mejor es la dolencia más fuerte en esta vida, porque si lo llevamos con paz y alegría, en gracia de Dios, en una perfecta comunión con la Voluntad de Dios, en la eternidad ya ni nos acordaremos de la dureza temporal.
Sumerjámonos en el conocimiento de la Palabra de Dios, leyendo y meditando lo que nos dice, y encontraremos consuelo y paz.
En el Reino de los cielos, donde veremos al Señor, y le adoraremos con inmenso gozo espiritual, ya habremos pasado todo lo adverso, porque el Señor nunca nos dejó solo, «Y enjugará toda lagrima de sus ojos, y no habrá muerte ni llanto, ni lamentos, porque todo lo anterior ya pasó» (Ap 3,4)
Pero ahora nos ayuda el estar muy atento, siempre que vamos a la Santa Misa, y cuando oramos, siempre lo debemos hacer con mucho respeto, con reverencia.
Recordando que el Señor es nuestro Padre, nosotros no debemos comportarnos como hijos rebeldes para terminar siendo castigados después de esta vida temporal.
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