Cuando iba a Valencia al convento de los franciscanos, siempre entraba en la librería franciscana que tenía al lado, ya está cerrado, en la calle de San Lorenzo. Solía buscar vidas de santos franciscanos, el Señor me había reservado este libro, en el que comparto, el siguiente testimonio.
Testimonio espiritual de San Pedro de Alcántara
Evangelio en romance
Del libro: San Pedro de Alcántara, Fray Contardo Migloranza.
Coedición Misiones Franciscanas Conventuales; capítulo 23, páginas: 194-197.
Mientras Fray
Pedro se hallaba presente en Ávila, allanaba todas las dificultades, y Teresa
gozaba de su sombra y de su respaldo paternal; pero cuando él se ausentaba, la
pobre Teresa se sentía reciamente apretada por la gritería de los que se
oponían a un monasterio sin renta.
Objetaban ellos que
fundar un monasterio sin rentas era un desatino y que las preocupaciones
materiales ahogarían y distraerían el espíritu; en cambio, la posesión de
rentas daría a los espíritus seguridad y libertad.
Lamentablemente, esos
obstruccionistas no veían la otra cara de la moneda ni eran buenos psicólogos.
Dejando de lado toda la temática de las Bienaventuranzas y de la pobreza evangélica,
se
sabe históricamente que fueron las rentas abundantes la causa de la
relajación de los conventos y de la perdición de las Órdenes.[1]
¡La psicología de la seguridad económica nunca produce buenos dividendos
en la vida espiritual!
Cansada y trastornada
por tantas voces discordes y críticas, Teresa tomó la pluma y escribió a Fray
Pedro, comunicando su estado de ánimo y pidiendo consejo.
Al recibir la carta,
Pedro se sintió sacudido en lo más íntimo de su ser, dirigió una mirada al Señor
crucificado, desnudo y abandonado, evocó los desposorios de Francisco de Asís
con Dama Pobreza, trajo a la memoria sus embriagueces místicas en la vida
eremítica y volcó a través de la pluma su amor y su pasión de paladín de Dama
Pobreza.
El encabezamiento de
la carta es un tanto altisonante pero de bizarría juvenil[2].
«A la muy magnífica y religiosísima señora Doña
Teresa de Ahumada.
Que nuestro Señor haga santa!
El Espíritu Santo colme el alma de Vuestra Merced vi una carta suya
que me enseñó el señor Gonzalo de Aranda. Y ciertamente me espanta que Vuestra
Merced ponga en parecer de letrados lo que no es de su facultad.
Si fuera cosa de
pleitos o caso de conciencia, se podría tomar parecer de juristas y teólogos,
pero en la perfección de la vida no se
ha de tratar sino con los que la viven. [3]
Uno no tiene
ordinariamente más conciencia, ni buen sentimiento sino de cuanto bien obra.
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San Pedro de Alcántara
confiesa a Santa Teresa de Jesús
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En los consejos evangélicos no hay que tomar
parecer, si
será bien seguirlo o no, o si son observables o no, porque es ramo de
infidelidad. El consejo de Dios no puede dejar de ser bueno ni es dificultoso
de guardar, si no es a los incrédulos ya los que fían poco de Dios, ya los que
se gobiernan por prudencia humana. El que
dio el consejo, dará el remedio, pues lo puede dar.
No hay algún hombre bueno que da consejo, que no quiera que salga
bueno, aunque de nuestra naturaleza seamos malos. ¡Cuánto más el soberanamente
bueno y poderoso quiere y puede que sus consejos valgan a quien los
siguiere!
Si Vuestra Merced quiere seguir el consejo de Cristo de mayor
perfección, sígalo, porque no se dio más a hombres que a mujeres. Él
hará que le vaya muy bien como les ha ido a todos los que le han seguido.
Si quiere tomar consejo de letrados sin espíritu, busque harta renta,
a ver si le valen ellos y ella, más que el carecer de ella, por seguir el
consejo de Cristo.
Si vemos escasez en monasterios de mujeres pobres, es porque son
pobres contra su voluntad y por no poder más, y no por seguir el consejo de
Cristo.
Yo no alabo simplemente la pobreza, sino la sufrida con paciencia por amor de
Cristo nuestro Señor; y mucho más la deseada, procurada y abrazada por su amor.
Si yo otra cosa sintiese o creyese con determinación, no me tendría
por seguro en la fe.
Yo creo en esto y en todo a Cristo Señor nuestro, y creo firmemente
que sus consejos son buenos, como consejos de Dios.
Y creo que, aunque no obliguen a pecado, obligan a un hombre a ser
mucho más perfecto siguiéndolos que no siguiéndolos.
Digo que le obligan, que le hacen más perfecto, a lo menos en esto, y
más santo y más agradable a Dios.
Tengo por bienaventurados, como su Majestad lo dice, a los pobres de
espíritu que son los pobres de voluntad. Y lo tengo visto, aunque creo más a
Dios que a mi experiencia. Los que son de todo
corazón pobres, con la gracia de Dios, viven vida bienaventurada, como en esta
vida la viven los que aman, confían y esperan en Dios.
Su Majestad dé a Vuestra
Merced luz para que entienda estas verdades y las obre. No crea a los que le
dijeron lo contrario por la falta de luz, o por incredulidad, o por no haber
gustado cuán suave es el Señor a los que le temen y aman y renuncian, por su
amor, a todas las cosas del mundo no necesarias, para su mayor gloria; porque
son enemigos de llevar la cruz de Cristo y no creen en la gloria que después de
ella se sigue.
Asimismo dé la luz a Vuestra
Merced para que en verdades tan manifiestas no vacile, ni tome pareceres sino
de los seguidores de los consejos de Cristo. Aunque los demás se salvan si
guardan lo que son obligados, comúnmente no tienen luz para más de lo que
obran.
Aunque su consejo sea bueno,
mejor es el de Cristo Señor nuestro, que sabe lo que aconseja, y da favor para
cumplirlo y al fin da el pago a los que confían en El y no en las cosas de la
tierra.
De Ávila y abril 14 de 1562.
Humilde capellán de Vuestra Merced, Fray Pedro de Alcántara”.
Esta carta podría
llamarse el testamento de san Pedro y carta de fundación de la pobreza en la
reforma carmelitana.
Es tanta su grandeza
evangélica que huelga toda explicación. Con todo, no podemos dejar de citar el
apretado elogio que de ella hace el cronista carmelita, Fray Francisco de Santa
María:
«Esta carta es
tal que cada cláusula y cada dicción dan mucho que meditar en abono de la santa
pobreza; y quien quisiere añadirle una palabra, no menos agravio le hace que el
que se la quisiere quitar.
Yo la reverencio, no
como escrita con tinta sino con sangre de Cristo, no como dictada de hombre
sino inspirada del Espíritu Santo, no como comento del Evangelio sino como el
Evangelio en romance, destilado con la fuerza de la luz de la fe y fervor de la
caridad.[4]
«En la renta está la confusión»
Mientras se esperaba
la llegada del Breve o autorización pontificia, a principios del año 1562, Teresa recibió órdenes del Padre Provincial
carmelita, para que se dirigiera a Toledo a consolar a Doña Luisa de la Cerda,
hija del duque de Medinaceli, la que acababa de enviudar.
Teresa no tardó en
cantar loas a la santidad ya la sabiduría de Pedro y suscitó en la dama el
deseo de verlo. La misma Teresa se hizo portavoz de esos deseos.
Pedro acudió al
llamado porque sabía que cada encuentro le ofrecía un amplio abanico de
posibilidades apostólicas y de fundaciones de nuevos conventos. Lo que se logró
una vez más en esa visita.
Teresa declara que
dialogando con Pedro se disiparon sus últimas dudas acerca de un monasterio sin
rentas. He aquí sus palabras:
“En este tiempo, por ruegos míos, fue el Señor servido que Fray Pedro viniese a la casa de Doña Luisa. Como era buen amador de la pobreza y tantos años la había tenido, sabía bien la riqueza que en ella estaba. Me ayudó mucho y mandó que de ninguna manera dejase de llevarlo adelante. Por tenerlo sabido por larga experiencia, era quien mejor lo podía dar. Ya con este parecer y favor, yo me determiné no andar buscando otros”.
Por otra parte, el
mismo Señor con sus visiones y locuciones no hacía sino confirmar lo que Fray
Pedro ya lo había sugerido:
«Estando en oración, el
Señor me dijo que de ninguna manera dejase de hacerlo pobre. Esta era la
voluntad de su Padre y la suya y El me ayudaría. Fue con grandes efectos y en
un gran arrobamiento; por eso no tuve duda de que fuera Dios.
Otra vez me dijo que en la renta está la confusión y
otras cosas ‘en loor de la pobreza. Me aseguró que, a quien le servía, no le
faltaría lo necesario para vivir. Esta falta yo nunca la temí por mí’[5].
«Crucificó su
carne» Gal 5, 24)[6]
La Cruz para el Señor no fue
una cruz pintada ni metafórica, sino un cruel e ignonimioso suplicio. Para
asemejársele, Pedro tomó muy en serio la mortificación y la penitencia.
San Pablo enfatizaba: «Los que son de Cristo, crucifican su carne con sus vicios y
concupiscencia» (Gal 5, 24).
Desde luego, la penitencia nunca estuvo de moda, ni la renuncia, ni el
sacrificio. Tampoco la cruz, reservada a los esclavos y a la basura de la
sociedad, nunca estuvo de moda y era el blanco de todos los escarnios.
Pedro sabía que se embarcaba en una aventura singular, a menudo
rubricada con su propia sangre y por la incomprensión de los demás. Pero de
ninguna manera se arrepintió, sino que abrazó voluntariamente la mortificación.
Ahora que está en el cielo, se felicita por haber llevado a cabo tantas
penitencias por la gloria que le granjearon.
Al aparecérsele a santa Teresa y anunciarle su muerte, pronunció las
conocidas palabras: « ¡Oh, feliz penitencia que
tan grande gloria me ha merecido! ».
Si nuestra vocación o nuestra debilidad no nos permiten sobrellevar
esas penitencias, no debemos atemorizarnos ni menos pensar que nos esté
obstruido el camino de la santidad. Nuestra vocación de servir a Dios y a los
hermanos puede ser otra.
Pero aun no pudiendo imitar las penitencias de Pedro, podemos al menos
apreciarlas y admirarlas y alabar a Dios, ya que por ellas Pedro se asemejó al
Señor crucificado.
Por respeto a las penitencias de Pedro, deberíamos escribir o leer este
capitulo de rodillas. Para expresarle nuestra más encendida admiración.
Estremecimiento en la pluma de santa Teresa
Para descubrir la
psicología y las ascensiones místicas de un santo, no hay nada más provechoso
que lo que otro santo ha dicho o escrito de él.
Para descubrir «la admirable
penitencia» de San Pedro, nos guiará Teresa de Jesús, santa entre las
santas y “la mujer de más talento que ha nacido en tierras de España”.
Su intuición femenina, su genial inteligencia, su santidad y su filial
gratitud por su maestro y padre espiritual le han permitido acercársele,
circuirlo con modosas con modosas y sagaces preguntas, hacerle decir todo lo
que quería saber para luego enseñárselo como ejemplo viviente a sus hijas de la
fundación carmelitana,
Sólo una mujer y una santa, como Teresa, pudieron sonsacar a Pedro
tantas noticias y detalles íntimos, que él guardaba celosamente para sí[7].
Sólo el cariño paternal que tenía a Teresa y que ella reconoce con gratitud, le
hizo abrir su corazón.
De parte nuestra, muy de corazón agradecemos a la gran castellana la captación
del misterio penitencial de Pedro y su magistral descripción.
«Su áspera penitencia duró
cuarenta y siete años» (o sea, desde el noviciado hasta su muerte).
Desde el comienzo de su vida religiosa. Pedro hizo una especie de
pacto, por el cual «se
obligaba a no dar a su cuerpo el menor alivio en la tierra, sino dejarlo todo
para el cielo, donde podía para siempre descansar»
«Durante
los últimos cuarenta años, había dormido sólo hora y media entre noche y día.
El trabajo de vencer el sueño fue su mayor penitencia. Para ello estaba siempre
de rodillas o de pie.
Dormía
sentado, y arrimaba la cabeza a un maderillo que estaba hincado en la pared.
Aunque quisiera no podía dormir echado, porque su celda, como se sabe, no era
más largo que cuatro pies y medio (o sea menos de m. 1,40).
Iba
descalzo y sin ropa interior. Cubría sus carnes con un hábito de sayal y un
mantillo encima. Cuando el frío apretaba, se quitaba el manto y abría la
puerta y el ventanuco de la celda. Más tarde, los cerraba y se ponía el manto.
De esta forma contentaba y abrigaba el cuerpo para que se sosegase. Muy
frecuentemente comía cada tres días. Me dijo que no me asustara y que era muy
posible que si uno se acostumbra a ello.[8]
Un compañero de él -debe ser nuestro inolvidable Miguel de la
Cadena- me dijo que a veces estaba hasta ocho días sin comer.
Sin duda debía estar en oración, porque tenía arrobamientos e ímpetus de amor.
Yo misma presencie uno de ellos.
Su pobreza
era extrema.
Entre
otras cosas me aseguraron que durante veinte años había llevado un cilicio de
hoja de lata continuo.
La
mortificación de los ojos en la juventud era tan acentuada que estuvo tres años
en un convento y no conocía a los frailes más que con el timbre de voz.
Jamás
miraba mujeres. Me decía que lo mismo le daba ver que no ver.
Yo le
conocí muy viejo y su flaqueza era tan extrema que parecía hechos de raíces de
árboles.
Con toda
esta santidad era muy afable, pero de pocas palabras y había que preguntarle.
En esas pocas palabras era muy sabroso, porque tenía un lindo entendimiento.
Quisiera
decir muchas otras cosas, pero tengo miedo de que Ud. (El Padre
García de Toledo), destinatario de la vida de Teresa de Jesús) me rete y me
pregunté para qué me meto a escribir todas estas cosas.
Un año
antes de su muerte y estando a unas leguas de aquí, se me apareció. Supe que
había de morir y se lo avisé.
Vivió y
murió predicando exhortando a los frailes. Al aproximarse la hora de la muerte,
dijo el Salmo 121 «Me alegré en los que se me dijo»; y falleció hincado de
rodillas.
Al expirar, se me apareció y me dijo que se iba a descansar. Yo no lo creí y se lo dije a algunas personas. A los ocho días llegó la noticia de que había muerto o, mejor, había comenzado a vivir para siempre.
Después de
su muerte tuve más ayuda de él que en vida. se me apareció muchas veces con una
gran gloria y me siguió aconsejando.
La primera
vez que se me apareció, me dijo: «¡Bienaventurada penitencia
que tanto premio me ha merecido!» y muchas
otras cosas.
Áspera fue
su vida, pero helo acabado con tan gran gloria. Mucho más me consuela y me
aconseja más que en su vida.
El Señor
me dijo una vez que si le pidiere algo en nombre de Pedro. Él me escucharía.
Muchas gracias que le he encomendado me las intercedieron ante el Señor,
me han sido concedidas. ¿Sea bendito por siempre!»
Al
relato de Santa Teresa, sencillo y sublime como las actas de los mártires,
debemos añadir los testimonios contemporáneos que realzan otros aspectos
penitenciales del Siervo de Dios.
Su
comida no sólo era frugal y escasísima, sino también insípida. Si le encontraba
algún sabor, le echaba agua o ceniza.
Nunca
cenaba ni probaba vino, su alimento ordinario era un poco de pan con caldo. Ya
anciano, añadía hierbas o legumbres sin condimentar.
Se
disciplinaba dos veces al día.
Aunque
nevara, lloviera o castigara la canícula, siempre iba con la cabeza
descubierta.
Se
le preguntó la razón y dio esta admirable respuesta:
«Los que
están delante de los reyes no se cubren; menos aún en presencia de Dios. Y cómo
yo llevo a Dios en mi alma, cuido de mirarle en mi interior. Así no necesito
abrir los ojos corporales para mirar otra cosa que me distraiga».
Ante
una fe tan ardiente ¿debemos asombrarnos de que a veces el Señor se le
apareciera físicamente y le acompañara?
Sus
continuos viajes apostólicos los hacia a pie y descalzo. A veces los pies se le
agrietaban y sangraban. Cuando las grietas eran demasiado grandes, las cosía
con una lezna de zapatero y con un trozo de hilo.
Para
vencer los estímulos de las tentaciones impuras, Pedro aplicaba los mismos
métodos que practicaron muchos santos de la Iglesia.
Si
la oración no era suficiente para apartar los fantasmas de la mente o las
excitaciones de la carne, se arrojaba a los zarzales del camino o a los estanques
helados,
Sin
duda, esa metodología repugna nuestra sensibilidad moderna (como repugnaba a la
sensibilidad de Pedro); pero ¿Quién puede negarle la eficacia rápida e
insobornable?
Fray
Justo Pérez de Urbel en el «Año Cristiano». Sintetiza así las
opiniones de los testigos del proceso de canonización:
«San Pedro en la santidad fue
un gigante y en la penitencia es único dentro de los fastos de la Iglesia,
asombroso ejemplo de penitencia, de los mayores sin duda que vio el mundo».
La
Iglesia lo canonizó con este extraordinario elogio: «Varón de altísima
contemplación y de admirable penitencia»
Vuelta a los orígenes evangélicos
«Un volver a las Fuentes, con Su Regla Primitiva»
«Así dice Yahveh: Paraos en los caminos y mirad, y
preguntad por los senderos antiguos, cuál es el camino bueno, y andad por él, y
encontraréis sosiego para vuestras almas. Pero dijeron: «No vamos.» (Jeremías 6, 16).
Reflexionando
estas palabras que Dios habla por boca de Jeremías, y lo aplico a la vida
religiosa. Alguna vez me han dicho que no se puede seguir al pie de la letra el
Evangelio de Cristo, que eso era otros tiempos, para otra mentalidad, en estos
tiempos modernos ya no sirven.
Vivir
el Evangelio de Cristo lleva a la dulzura de la paz, del sosiego. Por eso no
hay que dedicarse a la vida del mundo, porque deja un inmenso vacío en el
corazón.
¿Qué
podemos decir de aquello que dijo San Ignacio de Loyola? «¿Qué
sería, si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto que hizo Santo
Domingo? – Y así
discurría por muchas cosas que hallaba buenas...» (San Ignacio de Loyola, Autobiografía, en Obras
completas, BAC, Madrid 1963, I, 7.). Y bien que lo hizo, que en nada tenía la cultura y costumbres de la
época. Se tomó la firme decisión, de seguir a Cristo, según la vocación que el
Espíritu Santo, le había dado en su vida. Se
hizo esta pregunta cuando leía buenos libros de vidas de Santos. La pregunta de
San Ignacio nos la podemos aplicar a cada uno de nosotros.
Si solamente nos atamos a nuestras propias fuerzas, no sabremos como seguir adelante en el camino que Jesús nos llama. El Evangelio encontramos todas las condiciones que el Señor nos pide, para que no tengamos cargas terribles en el seguimiento de Cristo.
En el mundo, sucede
también que cuando se falta fe, pone dificultades al que se siente llamado por
Dios. Hoy la falta de fe y de entrega sincera a Dios, es lo que dificulta las
vocaciones. No son las almas entregadas al Señor quienes dificultas las
vocaciones, sino los que tienen una fe muy débil, pero cree tenerla fuerte y
sin embargo, no ayuda al candidato a reafirmar su vocación religiosa, por la
vaciedad del amor de Dios en su corazón.
Santa Teresa de Jesús,
no la aceptaron los Carmelitas Calzados, y fue incomprendida incluso por la
inquisición, pero la santa castellana, entregándose de lleno a la Divina
Providencia, retornó también a la Orden Primitiva de los Carmelitas, haciendo
fundaciones allá por donde el Espíritu Santo quiso, y con importantes amistades
como de San Pedro de Alcántara, San Juan de la Cruz, el Padre Gracián, fundando
nuevas órdenes de Carmelitas Descalzos, y que mucha gloria va dando a Dios en
plena actualidad.
Notemos
también en ese texto de Jeremías, es una invitación a retornar a las fuentes
primeras de santidad. El sendero que no es moderno ni progresista, pero tampoco
es anticuado o pasado de moda, porque es permanente. Es Dios quien lo
pronuncia, no es invención humana el volver a las fuentes originales de Dios
por medio de los santos fundadores de órdenes religiosas, para varones y
mujeres.
Y
que algunos piensen en estos tiempos que no se puede seguir el Evangelio de
Cristo. No pensaron lo mismo los santos fundadores como San Francisco de Asís,
San Pedro de Alcántara, San Buenaventura, almas generosas que dejaron sus
comodidades para servir al Señor… Incluso Santa Clara de Asís nos ha demostrado
que quienes se fían de la Divina Providencia tendrá aún más de lo que pensaba.
En estos tiempos modernos hay poca, o ninguna confianza en la Divina
Providencia, incluso muchos según el mundo se angustian, porque no saben cómo
podrán superar tal adversidad, solucionar tal problema que le urge.
Conozco
a pobrecitos cristianos, que, llamándose católicos, suelen acudir al Señor para
que le atiendan en sus problemas, y cuando el Señor en su bondad, le ha
concedido lo que necesitaba, no tarda mucho tiempo en darle la espalda a su
Bienhechor, y luego se desesperan, pero por culpa propia. Razón tiene San Pedro
de Alcántara cuando dijo: «En la Renta está la confusión». Como
alma consagrada a Dios, no se puede servir a Dios y al mundo.
Actualmente hay
creyentes que se preocupan del mundo, pero no tienen televisión, y me refiero a
sacerdotes, a religiosos y religiosas en la vida contemplativa, muchos de ellos
no ven la televisión, ni leen periódicos, y hacen por el mundo con sus
oraciones y sacrificios, que quienes se sientan cómodamente ante la televisión
o leen la prensa de papel. En la curiosidad por lo que sucede en el mundo llega
también la confusión
Hoy no se comprende el
Evangelio, pues el alma relajada piensa, que hay que vivir el Evangelio según
lo exponga el relajado, y no según Jesucristo.
Para el corazón satisfecho de sí mismo: –“Aquellos eran otros tiempos, ahora es muy distinto”–. Estos son, de
aquellos que dicen San Pedro de Alcántara, que apenas se fían de Dios, para los
incrédulos, tibios, inconstantes. Y así el alma relajada, no puede comprender
una vocación conforme a los deseos de Cristo. Quedarse estancado en la
mediocridad, no es ir adelante, sino atrás.
Hace
tiempo me comentaron que hay religiosos consagrados al Señor, que trabajan
incluso en programas frívolos de la televisión por un mísero dinero, no le
importa ofender a Dios, dejándose guiar por el guion infame de los productores
de la televisión, para ridiculizar el Evangelio de Cristo, contradecir las
reglas del Santo Fundador de la Orden religiosa… dando escándalo a toda la
Iglesia. Pero al perderse el sentido grave del pecado, sigue ahí. Ofendiendo al
Señor.
Según
me comentaba la misma persona, que tiene gran respeto y amor a la Iglesia y al
Papa (era tiempos de San Juan Pablo II), que un falso religioso… cometió un
grave escándalo en la televisión, cometiendo públicamente una infamia, los que
obran así no sirven a Dios sino al diablo, y no tienen remordimiento de
conciencia. Necesitan dinero para sustentarse, pues han perdido la fe en la
Divina Providencia, y la fe verdadera. (Aunque lo que pienso de esto, es que es
un actor, que miente haciéndose pasar por un religioso). Pero desdichado de
esta alma, el impostor sigue ofendiendo al Señor. Los más desgraciados triunfan
con el vómito del mundo, pero que pierden el Reino de los cielos.
Pero
volvamos nuestro corazón a Dios que tanto nos ama y cuida. Nosotros como
creyentes debemos suplicar al Señor que nos libre de nuestras ingratitudes.
Porque el ingrato llega a perder la fe, en repetidas ocasiones desafían a
Dios.
Volviendo
nuestros ojos y corazón a Dios, todo es más fácil, no es el mundo quien nos da
la felicidad, no son estos tiempos modernos que nos soluciona los problemas.
Los santos nos han demostrado que es mejor seguir íntegramente al Señor, darle
nuestro corazón.
Buscad
y preguntad, encontrar el mejor modo de seguir el camino de Cristo. Son muchos
que buscaron, pero no siempre encontraron pues tampoco llegaron a presentar en
la oración, que es muy importante para encontrar el bien que busquemos.
Preguntemos a Dios y Él nos responderá en nuestro corazón, nos responderá
también por medio de una lectura piadosa, ya sea del Evangelio, del Nuevo
Testamento, en la vida de los Santos… San Francisco de Asís encontró ese
sendero antiguo y se renovó completamente, que es el Nuevo Camino que Dios nos
ha enseñado para alcanzar la verdadera paz. Los santos fundadores de órdenes
religiosas tienen razón, porque encuentran su paz volviendo a los orígenes del
Evangelio. Seguir a Cristo es vivir la juventud espiritual.
San
Alfonso María de Ligorio nos enseña que el llamado por Dios, no debe buscar una
orden relajada, desgraciadamente hay ordenes así, hay comodidades. Y comodidad
había cuando la santa castellana, antes de iniciar su camino a la reforma,
yendo a los orígenes de los carmelitas, con nuevas fundaciones enraizadas en el
Evangelio.
Sigamos
con el texto de Jeremías; 6, 16; «No vamos», dicen algunos, no tienen
interés en vivir la pureza del Evangelio, la comodidad y la relajación han
entrado en ellos, y ya no ven como la vocación debe ser la medida de
Jesucristo. Entre los que niegan a marchar por el sendero de la paz para
alcanzar serenidad, son también los cristianos superficiales, los progresistas,
ellos encuentran una alegría que no viene de Dios, sino que, en contra de los
deseos de Cristo, quieren más comodidad y sacrificio. Los superficiales y
progresistas viven una fe, una religión a la propia medida, sirviendo a
distintos señores, algo que no está permitido por Dios hecho hombre verdadero
que dice: «Nadie puede servir a
dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno
y despreciará al otro.» (Mt 6, 24; Lc 16, 13). Despreciará
a uno, no le interesará seguir al pie de la letra el Evangelio de Cristo, pues
llega a amar y aficionarse a las novedades que el mundo les van ofreciendo, que
ya en ocasiones llega a sentirse incómodo con las reglas del santo fundador, de
la santa fundadora, incomodidad hacia el mismo Evangelio de Cristo, incomodidad
por el Catecismo de la Iglesia Católica, se escandalizan los incorregibles por
las enseñanzas de los Santos Papas, por eso dicen: «No vamos», “no escuchamos,
no obedezcamos…” dicen y hacen. Pero en ese obrar no conocen la Paz, porque no
la busca por la vieja senda, es decir, en el cumplimiento exacto de la
Santísima Voluntad de Dios. La “Vieja Senda” nos da la vida, nos rejuvenece, es
decir, los Santos Mandamientos de Dios, la doctrina de nuestro Señor
Jesucristo, de los Apóstoles, de los Santos y Santas fundadores de órdenes
religiosas monásticas, las santas reformas franciscanas… etc...
«No vamos» dicen los mundanos y
pecadores impenitentes. Dios llama, y les ofrece la oportunidad de la
conversión, pero no quieren purificarse de sus horrendos pecados y
sacrilegios.
Algunos
quieren seguir a Dios, pero a su manera, no cuenta con el Evangelio, no le
siguen ni obedecen como es debido, con dignidad, respeto, con el corazón vacío
del mundo y del “propio yo”, y no
tienen paz, y no tienen sosiego, y se dedican a contemplar más las curiosidades
del mundo por la televisión en vez de dedicarse a la contemplación ante el
Sagrario.
Decía,
que San Alfonso María de Ligorio nos enseña que si nos sentimos llamados por
Dios, no busquemos órdenes religiosas relajadas, porque en ese sentido no se
conoce lo que significa vocación, y muchos piensan que la vocación es como yo
quiero pensar. Pero no es así, es Dios quien concede el don de la vocación
religiosa, es Él quien llama al corazón del hombre, de la mujer, ha dejarlo
todo para comenzar un nuevo camino en su vida, una nueva etapa, la que le hará
más feliz que estando en el mundo, yendo a Misa con distracciones, y sin
adelantamiento en la santidad personal.
Santos
y santas reformadores de órdenes religiosas, siempre buscaron ese camino
auténtico, en la que no hay cabida la relajación. La comodidad de muchos,
llegan a temer el sacrificio personal. Pero veamos los ejemplos de los Santos
que tenemos en los altares, ellos no tenían miedo al sacrificio, y cuantos
mártires prefirieron perder su vida con tal de no renunciar al don de la fe.
Cuando más aprendemos de los Santos, con esas penitencias, hay casos parecidos, pues estoy pensando en San Jerónimo, en San Atanasio, en el venerable Casimiro Barello Morello, que iba recorriendo comenzando como peregrino, llegando a pertenecer a los franciscanos de la Orden Tercera, desde un pueblo de Italia, Cavagnolo, hasta una localidad de la provincia de Alicante, (Alcoy), siempre guiado por la Providencia de Dios, él pensaba ir por otra parte, pero el Señor le iba indicando por donde tenía que ir. No era sacerdote.
Si
queremos ser imitadores de Cristo, Él no temió sacrificarse por nuestro bien,
pues nosotros debemos hacer lo mismo por su santo amor. Pues todos hemos sido
llamados a la santidad, no a una vida cómoda y relajada. Volver a las fuentes
del Evangelio nos puede causar verdadera paz y alegría. El Evangelio a mi
medida no me sirve de nada, sino debe ser conforme al Corazón de Cristo.
Dice San Pablo: «Hermanos,
sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en
nosotros.» (Flp 3, 17) pero, ¿qué quiere decir ser
imitadores de él, de San Pablo?: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como
oblación y víctima de suave aroma.» (Ef 5, 1-2). Por lo tanto, ser imitadores de
San Pablo y de otros santos, es ser imitador de Jesucristo. Caminar según el
verdadero sentido del Evangelio al ejemplo de los santos, se halla la verdadera
alegría.
Los santos fundadores
son modelos de Cristo, imitadle a ellos significa imitar a Jesucristo, debe
quedar entendido; es volver a la vieja senda, que no es tan vieja, sino Nueva
en Cristo Jesús, Cristo la ha perfeccionado maravillosamente ese camino al
cielo, pues como siendo Dios que bajó del cielo para enseñarnos lo que no
alcanzamos a comprender. San Francisco de Asís, viendo la relajación que había
en su tiempo, por una aceptación llena de amor a la voz de Cristo que le había
llamado a restaurar su Iglesia, no lo dudó, enseguida se puso en camino. En los
Franciscanos esos son los orígenes, el mismo camino que emprendió San Francisco
de Asís, y San Pedro de Alcántara que no quería que se perdiese el espíritu de
San Francisco de Asís, pues reformó la orden. Y debemos amar la Orden de San
Francisco de Asís, y rezar por ella siempre, porque es amar las verdaderas
fuentes del Evangelio de Cristo. Debemos pedir humildemente que el Señor nos
envíe nuevos operarios a su mies, franciscanos que nos impulse a vivir el
camino de la santidad, que el Señor nos envíe santos jesuitas, santos
carmelitas descalzos.
Yo pienso, que donde
más abunda la relajación, menos vocaciones santas hay. Pero donde hay más
austeridad, tal como nos lo enseña los santos fundadores San Francisco de Asís,
San Juan de la Cruz… y reformadores como San Pedro de Alcántara, no faltará la
santidad en sus religiosos y religiosas, y estos hacen mucho bien a la Iglesia
Católica. Una orden religiosa relajada hace más daño que bien a la Iglesia
Católica. Por la vida relajada, se ha llegado a cerrar seminarios para siempre
por causa de ciertos escándalos vergonzosos. Es justo que se hayan
cerrado.
Enseña el Concilio
Vaticano II en «Perfectae Caritatis, número 2» la necesidad de que retornar a
las fuentes auténticas de la Religión, así como de los institutos, bajo el
impulso la guía providente del Espíritu Santo…:
Es una de las enseñanzas pero que se ha oscurecido por causa de otros asuntos modernistas, procedente del Concilio Vaticano, como de un sí, a lo que termina siendo un no.
Principios generales de
renovación
2 La adecuada adaptación y renovación de la vida religiosa comprende a la
vez el continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la
inspiración originaria de los Institutos, y la acomodación de los mismos, a las
cambiadas condiciones de los tiempos. Esta renovación habrá de promoverse, bajo el impulso del Espíritu Santo y la
guía de la Iglesia, teniendo en cuenta los principios siguientes
a)
Como quiera que la última norma de vida religiosa es el seguimiento de Cristo,
tal como lo propone Evangelio, todos los
Institutos ha de tenerlos como regla suprema.
b)
Redunda en bien mismo de la Iglesia el que todos los Institutos tengan su
carácter y fin propios. Por tanto, han
de conocerse y conservarse con fidelidad el espíritu y los propósitos de los
Fundadores, lo mismo que las sanas
tradiciones, pues, todo ello constituye el patrimonio de cada uno de los
Institutos.
c)
Todos los Institutos participen en la
vida de la Iglesia y, teniendo en
cuenta el carácter propio de cada uno, hagan suyas y fomenten las empresas e
iniciativas de la misma en materia bíblica, litúrgica, dogmática, pastoral,
ecuménica, misional, social, etc.
d)
Promuevan los Institutos entre sus miembros un conocimiento adecuado de las
condiciones de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia,
de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de la fe las circunstancias del
mundo de hoy y abrasados
de celo apostólico, puedan prestar a los hombres una ayuda más
eficaz.
e)
Ordenándose ante todo la vida religiosa a que sus
miembros sigan a Cristo y se unan a Dios por la profesión de los consejos
evangélicos, habrá que tener
muy en cuenta que aun las mejores adaptaciones a las necesidades de nuestros
tiempos no surtirían efecto alguno si no estuvieren animadas por una renovación espiritual, a la que, incluso al promover las obras externas,
se ha de dar siempre el primer lugar.
[1]
Mis comentarios: Las demasiadas cosas del mundo disipan la vocación
religiosa, apaga la Palabra de Dios en el corazón, la relajación, la tibieza,
las comodidades, vida relajada quitan mérito a la perfección y vida de
santidad, va apagando la fe como la llamita de una vela llega se apaga del todo
para siempre, el ánimo por la penitencia y el deseo por la verdadera santidad
ya no carece de verdadero interés para muchos cristianos. Procurándose el
sustento diario por los propios medios y no por la confianza en la Divina
Providencia es bastante perjudicial para el alma que desea la santidad: «El que
fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero las
preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y
queda sin fruto.» (Mt 13, 22) Jesucristo ya me lo
advierte en la parábola del Sembrador.
Muchas
órdenes religiosas han desaparecido. También es cierto que hay órdenes
religiosas, no desaparecen por puro milagro a pesar de la relajación.
Desgraciadamente personas consagradas no animan con el mismo sentido que lo
hacía San Pedro de Alcántara, diciendo entre otras cosas que estamos en otros
tiempos. Es muy triste para el alma cuando pierden la fe. Con personas me he
encontrado que dicen por ejemplo, que hablan de la necesidad del dinero para el
religioso. No son los mismos pensamientos que los de nuestro Señor Jesucristo,
que no procuró renta alguna como dicen personas más desprendidas y
espirituales.
Uno de los frutos del
enemigo infernal que provoca en las almas superficiales, es que se tenga
aversión a los escritos espirituales de los Santos Padres y Doctores de la
Iglesia Católica, porque aquellos que lo rechazan, ven allí, que habla de lo
que no se debe hacer, y el mundano no le agrada, porque se siente aludido. San
Alfonso María de Ligorio; San Agustín, San Pedro de Alcántara, etc. Pues si el
alma se ha habituado a la idolatría y mundanidad, llega a enojarse
rabiosamente. Pero olvidan, que su enojo es contra el Espíritu Santo que les
está hablando por aquellas palabras espirituales, que proceden de las
enseñanzas de los Santos Padres, ya de la Iglesia Católica, ya de las
enseñanzas de los Papas... Se esfuerzan en ignorarlo con prontitud, o
dejan de leer.
Ser esclavo
del mundo, con la demasiada o mediana atención a lo que está sucediendo en el
mundo, por los diversos medios de comunicación, para que el hombre se preocupe
por aquello que ven en la televisión. Y de toda preocupación de la vanidad
mundana, y sus problemas, no es para cargarlo sobre nosotros, que esas
seducciones no me atrapen, para que la Palabra de Dios sí que tenga fruto en mí