viernes, 28 de febrero de 2020

La oración es luz del alma.


Cualquiera que sea nuestras ocupaciones, necesitamos incluir nuestra relación con el Señor, el trabajo puede ser duro, pero con la oración perseverante, se suavizará. Y siempre tendremos esa paz interior, una cercanía con Yahvé nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que nadie puede romper. Porque es importante que nuestra firmeza en la fe, los ataques no podrán derribarnos, estamos edificados sobre Roca: Cristo, y no sobre arena.
Cuando al comienzo de cada día, nos presentamos ante Dios, necesitamos arrojar de nuestro corazón cualquier preocupación que nos estorbe cuando pensamos en Dios. Esas vanas preocupaciones, son las torpes imaginaciones, pues el tentador quiere que con el Señor estemos descuidados y distraídos en cosas inútiles, tenemos que desechar cualquier cosa que no nos ayude en la fe.

Debemos comprender lo que agrada a Dios, que no suele ser siempre lo que a nosotros nos agrada, sino que nos perjudica. si pedimos al Señor que nos conceda alguna cosa que nada tiene que ver con la salvación del alma, no debemos hacerlo nunca. Sino todo lo que Jesús y la Tradición de la Fe Apostólica del Señor nos enseña.

Cuando nuestra oración es auténtica, nuestra vida se transforma, y el aborrecimiento a nuestros pecados veniales nos ayuda mucho a mantenernos fieles a Cristo Jesús. 

La Santísima Madre de Dios, la Llena de Gracia nos ayuda a perfeccionarnos. También nos ayuda la Santa Misa, la Sagrada Biblia, la Iglesia Católica también no ayuda a que nuestra relación con el Señor sea cada día más pura y santa. 

De las homilías del Pseudo-Crisóstomo
(Suplemento, Homilía 6 sobre la oración: PG 64, 462-466) 


La oración es luz del alma 

El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción. 

Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas la cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo. 

La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible. 

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. 

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma. 

Cuando querrás reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma.


Oración:
Te pedimos, Señor, que nos ayudes a continuar animosos estos días de penitencia que acabamos de empezar y que nuestras prácticas externas de penitencia estén siempre acompañadas por la sinceridad de un corazón que desea convertirse. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

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