Domingo 1º Adviento – A. Segunda lectura
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El día está cerca
(Rm 13,11-14)·
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11 Sed conscientes
del momento presente: porque ya es hora de que despertéis del sueño, pues ahora
nuestra salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. 12 La
noche está avanzada, el día está cerca. Abandonemos, por tanto, las obras de
las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz. 13 Como en
pleno día tenemos que comportarnos honradamente, no en comilonas y
borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en contiendas y envidias;
14 al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no estéis
pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias.
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- · San Pablo invita a mantenerse vigilantes, siendo «conscientes del momento presente» (v. 11), es decir, sabedores de que Cristo ya ha obrado la salvación y que vendrá al final de los tiempos para llevar todo a plenitud. Jesucristo, que vino al mundo por la Encarnación, viene también a cada hombre por la gracia y vendrá al final de los tiempos como Juez. Alzándose como el sol, ahuyentó las tinieblas del error, y va disipando los restos de oscuridad que quedan en las almas a medida que impregna más los corazones. Por eso, comenta Teodoreto de Ciro, «se llama “noche” a la época de la ignorancia y “día” al tiempo después de la llegada del Señor» (Interpretatio in Romanos, ad loc.). La Iglesia utiliza este texto paulino en la liturgia de Adviento para prepararnos a la venida definitiva de Cristo, al tiempo que cada año celebra su Nacimiento.
Reflexionando sobre este pasaje de San Pablo a los Romanos, que todos nosotros estamos llamados a la vigilancia. No nos agrada las cosas terribles que suceden en este mundo, solo Dios puede poner remedio. Nada de comilonas y borracheras, en vez de esos pecados, debemos vivir la vida de gracia, siempre unidos al Señor. El Señor viene, preparamos debidamente nuestro corazón, arrancando de nosotros todas las suciedades. Pues el hombre viejo que es la muerte, debemos desprendernos de nuestras perversas costumbres, revistiéndonos del Señor, la pureza en nuestras palabras, pensamientos, obras, para que el Señor no esté incómodo por culpa nuestra y tenga que marcharse.
Nuestra salvación está más cerca, pero porque siempre permanecemos dentro de la Iglesia Católica, respetamos los sacramentos instituidos por nuestro Señor Jesucristo a la Santa Iglesia. Hay un detalle muy importante, y vuelvo a repetir, que los sacramentos de Nuestro Señor Jesucristo ha sido instituido a la Iglesia de Cristo, y que nosotros, que no somos iglesias sino miembros de la Iglesia, nos purificamos.
No debemos engañarnos diciendo que no sabiamos, cuando el mismo Señor y la Iglesia Católica, siempre nos lo recuerda. Aunque no todos los pastores están animados en predicar los Novísimos, en tiempo de Cuaresma, raras veces se oye.
Lectura del Evangelio de San Mateo
«Estad en
vela para estar preparados» (San Mateo
24, 37-44)
Queridos
hermanos y hermanas:
37Porque como en los días de Noé, así será la aparición del Hijo del
hombre. 38En los días que precedieron al diluvio
comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró
Noé en el arca;' 39y no se dieron cuenta hasta que vino el
diluvio y los arrebató a todos; así será a la venida del Hijo del hombre.' 40Entonces estarán dos en el campo: uno será tomado y otro será dejado. 41Dos molerán en la muela: una será tomada y otra será dejada. 42Velad, pues, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor. 43Pensad bien que, si el padre de familia supiera en qué vigilia vendría
el ladrón, velaría y no permitiría horadar su casa. 44Por eso vosotros habéis de estar preparados, porque a la hora que menos
penséis vendrá el Hijo del hombre. (San Mateo 24.37-44)
Las palabras de Jesús a los discípulos son claras: no
se revelará el día ni la hora de la Parusía. Jesús se abstiene de revelar el
día del juicio para que nos mantengamos vigilantes.
Vigilar
ante el advenimiento de Cristo no es buscar de continuo señales de su venida, sino comportarse y
trabajar en todo momento cristianamente. Un medio
indispensable para ello es el examen de conciencia: «Tienes un tribunal a tu
disposición (...). Haz sentar a tu conciencia como juez y que tu razón presente
allí todas tus culpas. Examina los pecados de tu alma y exígele que rinda
cuentas con exactitud: ¿por qué has hecho esto o lo otro? Y si el alma no
quiere considerar sus propias culpas y, por el contrario, busca las ajenas,
dile: No te juzgo por los pecados de otro. (...) Si eres constante en hacer
esto todos los días, comparecerás con confianza ante el tribunal que hará
temblar a todos» (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum
42,2-4).
(Comentario de la Sagrada Biblia de Navarra)
En los tiempos
de Noé, la tierra entera estaba corrompida por los pecados de la mayoría de los
seres humanos, pecados de todo tipo. Solamente Noé se mantuvo fiel a Dios.
Seguramente, Noé estaba advirtiendo a la gente del pueblo que vivía, que
dejasen de pecar, que no ofendieran más a Dios. Pues la reacción de los
pecadores, en todos tiempos, es de burlas, desprecios, odio, contra quienes le
corrigen. Aunque Noé le advertía, ellos no se daban cuenta del que el diluvio
había comenzado, porque todo pecado ofusca el pensamiento y la inteligencia.
Podría ser que
alguno, que la lluvia fuerte que había comenzado, ya pararía, pero no fue así.
El pecador incorregible, aunque haya almas buenas que le invitan a la
conversión, no hacen caso, porque cuanto más aumenta la gravedad del pecado,
menos se reconoce la justicia de Dios. Pero Dios castiga, solamente perdona
cuando el pecador reconoce las propias culpas, llorando sus pecados,
aborreciendo sus vicios, hacen penitencia, y esto atrae el perdón de Dios hacia
esa alma, humilde, arrepentida, y tienen el propósito de no pecar más.
En los tiempos de Noé, se daban al casamiento, hoy también se propone que las almas consagradas deben consagrarse, y esto es volver atrás. Un sacerdote no puede casarse, es que no debe si quiere salvar su alma. Pues primer sí, fue a Dios, cuando el sacerdote no es un lobo con disfraz de cordero. Pero si el verdadero sacerdote, hace de ese sí, de esas promesas dadas al Señor, lo convierte en un mirar atrás para casarse, no es apto para la vida eterna. Y esto lo leemos en las Santas Escrituras. No se debe cometer adulterio. El alma que se consagra a Dios, al servicio del Evangelio, aunque no sea sacerdote, un seglar puede vivir también de esa forma, la sola preocupación por anunciar a Cristo, no dedicarse a otros asuntos.
«42Velad, pues, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor. »
En el
versículo 42, nos pide al Señor a todos nosotros, los
bautizados, que velemos, porque es verdad, no sabemos en que momento vendrá el
Señor. Hace algunos años, oía yo de algunas personas en mi ambiente. “Que Dios
nos coja confesados”, pero diciendo eso, tales personas, vuelven a las andadas,
con el vómito de sus pecados y vicios. Son personas que no se toman en serio el
arrepentimiento. Los descuidos y cuando uno se entretiene en sus propias
tentaciones, termina cayendo. La oración siempre es necesaria para todos nosotros,
porque es fortaleza contra las insidias del maligno. Si estamos orando, estamos
con el Señor, y el enemigo está lejos de nosotros, si dejamos de orar, pues
culpa nuestra el no haber vigilado.
· «Pensad bien que, si el padre de familia supiera en qué vigilia vendría el ladrón, velaría y no permitiría horadar su casa.» (San Mateo 24,43)
Cuando nosotros, en nuestro
hogar, siempre estamos atentos para que ningún ladrón pueda entrar y hacer de
las suyas, destrozos, daños, y hasta la muerte le puede llegar al inocente
propietario del hogar, por causa de los ladrones. Nuestra alma debe tener mayor
vigilancia, cuidando nuestros pensamientos, para que el tentador no nos
perturbe, no nos confunda. La oracion diaria, a lo largo del día, no debe ser
interrumpida, para que el diablo, que, como león rugiente, siempre está al
acecho, y el cristiano soñador, termina siendo apresado por el diablo, con la
muerte del pecado. No hay pecado bueno, sino todos son malos, incluso los
veniales, que parece de poca importancia, pero es más grave que los pecados
mortales. Pues de los mortales ya nos cuidamos no cometer ninguno, pero los
pecados veniales, cuando uno no le da importancia, es una preparación para los
pecados mortales. De todos hemos de alejarnos.
En este Primer Domingo de
Adviento, una vez más, el Señor en su misericordia nos ha hecho llegar, la
paciencia que tiene con nosotros, que debemos prepararnos segundo a segundo
para la eternidad feliz. Solo Dios es necesario, no las cosas de este mundo, el
cuidado del alma, que siempre hemos de conservar en toda su pureza. El mundo,
por el contrario, daña y da muerte al alma, a saber, por el mundo debe
entenderse la sociedad corrompida, no la creación. Pues la creación de Dios nos
habla del Creador. Pero la sociedad perversa, corrompida, se enfrenta a Dios
todos los días, pero no puede triunfar. La sociedad muerta, pues no tiene amor.
Los cristianos mundanos se alejan
de Dios por su apostasía, porque no han comprendido lo que es la Iglesia, y se
imaginan que, renunciando a ella, le hará daño, pero el daño se lo hacen ellos,
porque se arrojan a los pies de los demonios, espíritus infernales, para ser
pisoteados por ellos. Así quien pierde son ellos, los que renunciaron a Cristo
Jesús y al amor de la Iglesia Santa de Dios.
Las ventajas del alma que ora con
perseverancia, atraen para sí innumerables beneficios, y cuando el Señor lo
disponga, la Vida eterna.
Comenta la Sagrada Biblia
Nácar-Colunga al versículo 36, de este pasaje del Evangelio de San Mateo, que «la
venida de Jesús será repentina», por lo que ya debemos estar preparado. Y
damos gracias a Dios, porque no se nos reveló, el día de su venida, ya que
nuestra preparación debe haber comenzado, antes de hacer la Primera Comunión en
los estudios del Catecismo, y así durante toda nuestra vida. En otros pasajes
del Evangelio, será como un relámpago, que todos pueden ver su resplandor. Este
resplandor lo verá todo el mundo, en todo el orbe de la tierra, es el momento más
deseado para nosotros los cristianos, pero no sabemos ni el día ni la hora,
como tampoco lo sabemos en el momento de morir, de que abandonemos para siempre
este mundo.
Para los que no se hayan
convertido, pues estaban demasiados ocupados en sí mismos, en divertirse, en
pasarlo bien, en burlarse y despreciar a las almas justas, que son los hijos e
hijas de Dios, repentinamente, las risas de los impíos se convertirán en terror,
en amargura. No habrá lugar para ellos en la tierra, porque Dios lo ve todo,
pues es el Creador de todas las cosas, y el pecado nunca fue obra de Dios, y
los pecadores prefirieron sus pecados antes que la conversión del corazón.
Los justos se alegrarán, sus
sufrimientos se desvanecerán para siempre, y el gozo, la alegría del Señor, les
llenará el corazón. Pues el tiempo en el mundo se acaba, pero no la eternidad,
que no tiene fin. Trabajar por la Tradición Apostólica del Señor, y siempre
para bien de la Iglesia Católica, que no desaparecerá. La Iglesia no puede
extinguirse porque siempre hay un pequeño resto, que, unidos al Señor, la
defiende, con sus oraciones, la penitencia, el sacrificio. Los mártires de
Cristo, viven siempre en la presencia de Dios.
Los modernistas en cambio, tiene
su lugar en la eternidad, pues cuando combaten contra la Tradición del Señor,
ellos mismos se preparan su eternidad, en el lago de fuego y azufre, los
tormentos del infierno, no se acaba.
Vendrá el Señor repentinamente, y
repentinamente, unos se salvarán, pero otros tendrán la sentencia condenatoria;
la ignominia perpetua.
Cuando el tiempo está con tormenta y lluvia, repentinamente, suceden los relámpagos y los truenos, las personas que están en pecado llegan a aterrorizarse, pero cuando están en gracia de Dios, siente alegría, y en su interior sigue orando al Señor.
Juzguémonos nosotros mismos, a
nuestra conciencia, si hay algún mal, se puede corregir, ahora que es tiempo,
haciendo atentamente el examen de conciencia, no sea, que, por haber preferido
las cosas ajenas a los intereses de Jesús, terminemos siendo excluidos del
Reino de los cielos. En la media que profundicemos en la vida de oración, el
Señor nos irá iluminando, para que nos limpiemos aquellas inmundicias que puede
haber dentro de nosotros.
Siempre tenemos la facilidad de
conocer mejor al Señor, si tenemos el corazón abierto para escuchar sus
palabras de vida eterna. Y es el mismo Señor quien viene a nosotros, a nuestro corazón:
Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón, «Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y
abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» [Apoc 3, 20], si alguien me abre…El Señor viene a cada uno de
nosotros, porque nos ama. Pero Dios no puede amar a los corazones que rechazan
el amor de Dios y desprecia al prójimo.
8 «No
endurezcáis vuestros corazones como en Meribá, como
en el día de Masá, en el desierto, 9cuando
vuestros padres me provocaron poniéndome a prueba aunque habían visto mis
obras. 10Durante
cuarenta años me dio asco aquella generación y dije: “Son un pueblo de corazón
extraviado, no han conocido mis caminos.” 11Por
eso, indignado, juré: “No
entrarán en mi reposo.» (Salmo 95 [Vg 94],
8-10).
Cuántos corazones endurecidos no celebran dignamente el Adviento. Si un corazón se cierra al amor de Dios, el Señor no le esperará, «Me
buscaréis y no me encontraréis» (San Juan 7,34). Ahora es tiempo de conversión, y un año más, la Iglesia nos recuerda precisamente en los días de Adviento, que no debemos aplazar la conversión, cuando ya el alma se niegue a ellos, rechazando a Jesús que le ha venido al encuentro. Si se niega a Cristo, es el alma que tiene todas las de perder.
A nadie le agrada vivir una vida en medio del terror, abandonado de Dios para siempre.
A continuación, una homolía de su Santidad Benedicto XVI
CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS
VÍSPERAS DEL I DOMINGO DE ADVIENTO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO
XVI
Basílica de San Pedro
Domingo 1 de diciembre de 2007
Basílica de San Pedro
Domingo 1 de diciembre de 2007
El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada
año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los
cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del
nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al
final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía,
la última venida del Señor. Las antífonas de estas primeras Vísperas, con
diversos matices, están orientadas hacia esa perspectiva. La lectura breve,
tomada de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5,
23-24) hace referencia explícita a la venida final de Cristo, usando
precisamente el término griego parusía (v. 23). El Apóstol exhorta a los
cristianos a ser irreprensibles, pero sobre todo los anima a confiar en Dios,
que es «fiel» (v. 24) y no dejará de realizar la santificación en quienes
correspondan a su gracia.
Toda esta liturgia vespertina invita a la
esperanza, indicando en el horizonte de la historia la luz del Salvador que
viene: «Aquel día brillará una gran luz» (segunda antífona); «vendrá el Señor
con toda su gloria» (tercera antífona); «su resplandor ilumina toda la tierra»
(antífona del Magníficat). Esta luz, que proviene del futuro de Dios, ya se ha
manifestado en la plenitud de los tiempos. Por eso nuestra esperanza no carece
de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la
historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido
por Jesús de Nazaret. El evangelista san Juan aplica a Jesús el título de «luz»:
es un título que pertenece a Dios. En efecto, en el Credo profesamos que
Jesucristo es «Dios de Dios, Luz de Luz».
Al tema de la esperanza he dedicado mi segunda
encíclica, publicada ayer. Me alegra entregarla idealmente a toda la
Iglesia en este primer domingo de Adviento a fin de que, durante la preparación
para la santa Navidad, tanto las comunidades como los fieles individualmente
puedan leerla y meditarla, de modo que redescubran la belleza y la
profundidad de la esperanza cristiana. En efecto, la esperanza cristiana
está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que
Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y
su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.
La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios
Amor, Padre misericordioso, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo
unigénito» (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las
criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto,
el Adviento es tiempo favorable para redescubrir una esperanza no vaga e
ilusoria, sino cierta y fiable, por estar «anclada» en Cristo, Dios hecho
hombre, roca de nuestra salvación.
Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las
cartas de los Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los
cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana. San Pablo, en su
carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo,
estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta
expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: podemos
referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en
el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él
reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.
En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde
sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se
oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la
mera materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y
lo que llamamos el «más allá». El más allá no es un lugar donde acabaremos
después de la muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de vida a la que
todo ser humano, por decirlo así, tiende. A esta espera del hombre Dios ha
respondido en Cristo con el don de la esperanza.
El hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la
eternidad, o sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza
eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer
que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana
al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?
Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha
conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como
humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la
humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es
también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de
Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la
Palabra y los sacramentos.
Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los
hombres de hoy. Y lo hace saliendo a su encuentro, para «buscar y salvar lo que
estaba perdido» (Lc 19, 10). Desde esta perspectiva, la celebración del
Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios
Esposo, «que es, que era y que viene» (Ap 1, 8). A la humanidad, que ya
no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para
volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a
encontrar el sentido de la esperanza.
He aquí el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra
esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a
nosotros. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que
abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y
recordemos que somos sus hijos.
Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza,
exactamente como su amor nos abraza siempre primero (cf. 1 Jn 4, 10). En
este sentido, la esperanza cristiana se llama «teologal»: Dios es su fuente, su
apoyo y su término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha
puesto en mi espíritu un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre
está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo
demás, la experiencia nos demuestra que eso es precisamente así. ¿Qué es lo que
impulsa al mundo sino la confianza que Dios tiene en el hombre? Es una
confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los humildes, cuando
a través de las dificultades y las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de
la mejor forma posible, por realizar un bien que parece pequeño, pero que a los
ojos de Dios es muy grande: en la familia, en el lugar de trabajo, en la
escuela, en los diversos ámbitos de la sociedad. La esperanza está
indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque Dios nuestro Padre es
vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.
Todo niño que nace es signo de la confianza de Dios en el hombre y
es una confirmación, al menos implícita, de la esperanza que el hombre alberga
en un futuro abierto a la eternidad de Dios. A esta esperanza del hombre
respondió Dios naciendo en el tiempo como un ser humano pequeño. San Agustín
escribió: «De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos
podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros» (Confesiones
X, 43, 69, citado en Spe salvi, 29).
Dejémonos
guiar ahora por Aquella que llevó en su corazón y en su seno al Verbo
encarnado. ¡Oh María, Virgen de la espera y Madre de la esperanza, reaviva en
toda la Iglesia el espíritu del Adviento, para que la humanidad entera se
vuelva a poner en camino hacia Belén, donde vino y de nuevo vendrá a visitarnos
el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78), Cristo nuestro Dios! Amén.
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