“Cuando pienso que estamos en el palacio del
Santo Oficio, testigo excepcional de la Tradición y de la defensa de la Fe
católica, no puedo evitar pensar que estoy en mi casa, y que soy yo, a quien
llamáis ‘el tradicionalista’, quien debe juzgaros”. Así se expresó el
arzobispo Marcel Lefebvre en 1979, convocado al ex Santo Oficio, en presencia
del prefecto cardenal Šeper y de otros dos prelados.
Tal como declaré en el Comunicado del pasado 20 de junio, no
reconozco la autoridad ni del tribunal que pretende juzgarme, ni de su
Prefecto, ni de quienes lo nombraron. Esta decisión mía, ciertamente dolorosa,
no es fruto de la precipitación ni de un espíritu de rebelión, sino que está
dictada por la necesidad moral que, como Obispo y Sucesor de los Apóstoles, me
obliga en conciencia a dar testimonio de la Verdad, es decir, de Dios mismo, de
Nuestro Señor Jesucristo.
Afronto esta prueba con la determinación que me da el saber que
no tengo ningún motivo para considerarme separado de la comunión con la Santa
Iglesia y con el Papado, a los que siempre he servido con devoción y fidelidad
filiales. No podría concebir un solo momento de mi vida fuera de esta única
Arca de salvación, que la Providencia ha constituido como Cuerpo Místico de
Cristo, en sumisión a su Cabeza divina y a su Vicario en la tierra.
Los enemigos de la Iglesia católica temen el poder de la Gracia
que actúa a través de los Sacramentos y especialmente el poder de la Santa
Misa, terrible katèkon que frustra muchos de sus
esfuerzos y gana para Dios tantas almas que de otro modo se condenarían. Y es
precisamente esta conciencia del poder de la acción sobrenatural del Sacerdocio
católico en la sociedad lo que está en el origen de su feroz hostilidad a la
Tradición. Satanás y sus secuaces saben muy bien la amenaza que supone la única
Iglesia verdadera para su plan anticristiano. Estos subversivos -a quienes los
Romanos Pontífices han denunciado valientemente como enemigos de Dios, de la
Iglesia y de la humanidad- son identificables en la inimica
vis, la Masonería. Ésta se ha infiltrado en la Jerarquía y ha logrado que
ésta deponga las armas espirituales de las que disponía, abriendo las puertas
de la Ciudadela al enemigo en nombre del diálogo y
de la fraternidad universal, conceptos que
precisamente son intrínsecamente masónicos. Pero la Iglesia, siguiendo el
ejemplo de su divino Fundador, no dialoga con Satanás: lo combate…
Las causas de la crisis actual
Como ha puesto en evidencia Romano Amerio en su fundamental
ensayo Iota unum, esta entrega cobarde y
culpable comenzó con la convocatoria del Concilio Ecuménico Vaticano II y con
la acción clandestina y muy organizada de clérigos y laicos vinculados a las
sectas masónicas, encaminada a subvertir lenta pero inexorablemente la estructura
de gobierno y de magisterio de la Iglesia para demolerla desde dentro. Es
inútil buscar otras razones: los documentos de las sectas secretas prueban la
existencia de un plan de infiltración concebido en el siglo XIX y llevado a
buen término un siglo después, exactamente en los términos en que había sido
pensado. Análogos procesos disolventes se habían producido anteriormente en el
ámbito civil, y no es casualidad que los Papas supieran ver la labor
disgregadora de la Masonería internacional en los levantamientos y en las
guerras que ensangrentaron las naciones de Europa.
A partir del Concilio, la Iglesia se ha convertido entonces en
portadora de los principios revolucionarios de 1789, como han admitido algunos
de los partidarios del Vaticano II y como lo ha confirmado el aprecio, por
parte de las logias, de todos los Papas del Concilio y del postconcilio,
precisamente por los cambios que los francmasones venían invocando desde hacía
tiempo.
El cambio, o mejor dicho, el
aggiornamento, ha sido tan central en la narrativa del Concilio como para
constituir la marca distintiva del Vaticano II y situar esta asamblea como el terminus
post quem que sanciona el fin del ancien
régime -el de la “vieja religión”, el de la “Misa vieja”, del
“preconcilio”- y el comienzo de la “Iglesia conciliar”, con su “nueva Misa” y
la relativización sustancial de todo los Dogmas. Entre los partidarios de esta
revolución aparecen los nombres de quienes hasta el pontificado de Juan XXIII
habían sido condenados y apartados de la enseñanza por su heterodoxia. La lista
es larga e incluye también a ese Ernesto Buonaiuti, excomulgado vitandus,
amigo de Roncalli, que murió impenitente en la herejía y a quien hace pocos
días el Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el cardenal Matteo
Zuppi, conmemoró con una Misa en la catedral de Bolonia, según informa con
énfasis mal disimulado Il Faro di Roma (aquí): “Casi ochenta años
después, un cardenal completamente en línea con el Papa se estrena precisamente
con un gesto litúrgico que tiene en todos los sentidos el sabor de la
rehabilitación. O al menos de un primer paso en esa dirección”.
La Iglesia y la anti iglesia
Estoy, pues, citado ante el tribunal que ha tomado el lugar del
Santo Oficio para ser juzgado por cisma, mientras el jefe de los obispos
italianos -enumerado entre los candidatos papales y completamente
en línea con el Papa– celebra ilícitamente una Misa de sufragio por uno de
los peores y más obstinados exponentes del Modernismo, contra el cual la
Iglesia -aquella de la que, según ellos, yo sería separado- había pronunciado
la más severa sentencia de condena. En 2022, en el diario Avvenire de
la CEI, el profesor Luigino Bruni tejía el panegírico del Modernismo en estos
términos: […] “un proceso de renovación necesario
para la Iglesia católica de su tiempo, todavía impermeable a los estudios
críticos sobre la Biblia que desde hacía muchas décadas estaban surgiendo en el
mundo protestante. Aceptar los estudios científicos e históricos sobre la
Biblia era para Buonaiuti el camino principal para el encuentro de la Iglesia
con la modernidad. Un encuentro que, en cambio, no se produjo, porque la
Iglesia católica seguía dominada por los teoremas de la teología neoescolástica
y bloqueada por el miedo contrarreformista a que los vientos protestantes
pudieran invadir finalmente el cuerpo católico”.
Bastarían estas palabras para hacer comprender el abismo que
separa a la Iglesia católica de la que la sustituyó con el Concilio Vaticano
II, cuando los vientos protestantes invadieron
finalmente el cuerpo católico. Este último episodio no es más que el último de
una serie interminable de pequeños pasos, de silenciosas aquiescencias, de
guiños cómplices con los que las más altas esferas de la Jerarquía Conciliar
han hecho posible el tránsito “de los teoremas de la teología
neoescolástica” -es decir, de la formulación clara e inequívoca de los
Dogmas- a la actual apostasía. Nos encontramos en la situación surrealista en
la que una Jerarquía se define católica y, por lo tanto, exige obediencia por
parte del cuerpo eclesial, mientras que al mismo tiempo profesa doctrinas que
antes del Concilio la Iglesia había condenado; y condena como heréticas a
doctrinas que hasta entonces habían sido enseñadas por todos los Papas.
Esto sucede cuando se quita lo absoluto a lo Verdadero y se lo
relativiza, adaptándolo al espíritu del mundo. ¿Cómo actuarían hoy los Papas de
los últimos siglos? ¿Me considerarían culpable de cisma, o más bien condenarían
a quien pretende ser su Sucesor? Junto conmigo, el sanedrín modernista juzga y
condena a todos los Papas católicos, porque la Fe que ellos defendieron es la
mía; y los errores que Bergoglio defiende son los que ellos, sin excepción,
condenaron.
Hermenéutica de la ruptura
Me pregunto entonces: ¿qué continuidad puede darse entre dos
realidades opuestas y contradictorias entre sí? Entre la Iglesia
conciliar y sinodal de Bergoglio y la “bloqueada por el miedo
contrarreformista” de la que se distancia ostensiblemente? ¿Y de qué “Iglesia”
estaría en estado de cisma, si la que se dice católica se diferencia de la
verdadera Iglesia precisamente en su predicación de lo que aquélla condenaba y
en su condena de lo que ésta predicaba?
Los seguidores de la “Iglesia conciliar” responderán que ello se
debe a la evolución del cuerpo eclesial en una “renovación necesaria”; mientras
que el Magisterio católico nos enseña que la Verdad es inmutable y que la
doctrina de la evolución de los dogmas es herética. Dos Iglesias, ciertamente:
cada una con sus doctrinas, sus liturgias y sus santos; pero para el católico
la Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica; para Bergoglio, la Iglesia es
conciliar, ecuménica, sinodal, inclusiva, inmigracionista, eco-friendly y gay-friendly.
La Autodestitución de la jerarquía
conciliar
¿La Iglesia habría entonces comenzado a enseñar el error?
¿Podemos creer que la única Arca de salvación es al mismo tiempo un instrumento
de perdición para las almas? ¿Qué el Cuerpo Místico se separa de su Cabeza
divina, Jesucristo, rompiendo así la promesa del Salvador? Evidentemente, esto
no puede ser admisible y quienes lo sostienen caen en la herejía y en el cisma.
La Iglesia no puede enseñar el error, ni su Cabeza, el Romano Pontífice, puede
ser a la vez hereje y ortodoxo, Pedro y Judas, en comunión con todos sus
Predecesores y al mismo tiempo en cisma con ellos. La única respuesta
teológicamente posible es que la Jerarquía conciliar, que se proclama católica
pero abraza una fe diferente de la enseñada sistemáticamente durante dos mil
años por la Iglesia católica, pertenece a otra entidad y, en consecuencia, no
representa a la verdadera Iglesia de Cristo.
A quienes me recuerdan que el arzobispo Marcel Lefebvre nunca
llegó a cuestionar la legitimidad del Romano Pontífice, aun reconociendo la
herejía e incluso la apostasía de los Papas conciliares -como cuando exclamó:
“¡Roma ha perdido la Fe! Roma está en apostasía!”- les recuerdo que en los
últimos cincuenta años la situación ha empeorado dramáticamente y que muy
probablemente este gran Pastor actuaría hoy con igual firmeza, repitiendo
públicamente lo que entonces decía sólo a sus clérigos: “En este
concilio pastoral, el espíritu del error y de la mentira ha podido obrar a sus
anchas, colocando por doquier bombas con retardo que harán estallar las
instituciones a su debido tiempo” (Principes et directives, 1977). Y
también: “Quien está sentado en el trono de Pedro
participa en cultos de falsos dioses. ¿Qué conclusión debemos sacar, quizá
dentro de unos meses, frente a estos reiterados actos de comunicación con los
falsos cultos? No lo sé. Me lo pregunto. Pero es posible que nos veamos
obligados a creer que el Papa no es Papa. Porque a primera vista me parece
-todavía no quiero decirlo de manera solemne y pública- que es imposible que
sea Papa quien es hereje pública y formalmente” (30 de marzo de 1986).
¿Por qué entendemos que la “Iglesia sinodal” y su líder
Bergoglio no profesan la fe católica? Por la adhesión total e incondicional de
todos sus miembros a una multiplicidad de errores y herejías ya condenados por
el Magisterio infalible de la Iglesia católica y por su ostensible rechazo de
toda doctrina, precepto moral, acto de culto y práctica religiosa no sancionada
por “su” Concilio. Ninguno de ellos puede en conciencia suscribir la Profesión
de Fe Tridentina y el Juramento Antimodernista, porque lo que ambos expresan es
exactamente lo contrario de lo que el Vaticano II y el llamado “magisterio
conciliar” insinúan y enseñan.
Dado que no es teológicamente sostenible que la Iglesia y el
Papado sean instrumentos de perdición y no de salvación, debemos concluir
necesariamente que las enseñanzas heterodoxas transmitidas por la llamada
“Iglesia conciliar” y los “Papas del Concilio” desde Pablo VI en adelante
constituyen una anomalía que pone seriamente en duda la legitimidad de su
autoridad magisterial y de gobierno.
El uso subversivo de la Autoridad
Debemos comprender que el uso subversivo de la autoridad en la
Iglesia con vistas a su destrucción (o a su transformación en una Iglesia distinta de
la querida y fundada por Cristo) constituye en sí mismo un elemento suficiente
para dejar sin efecto la autoridad de este
nuevo sujeto que se ha superpuesto dolosamente a la Iglesia de Cristo usurpando
su poder. Por eso no reconozco la legitimidad del Dicasterio que me juzga.
Las modalidades con las que se llevó a cabo la acción hostil
contra la Iglesia Católica confirma que fue planificada y deseada, porque de lo
contrario los que la denunciaban habrían sido escuchados y los que cooperaban
con ella se habrían detenido inmediatamente. Ciertamente, con los ojos de la
época y la formación tradicional de la mayoría de los Cardenales, Obispos y
Clérigos, el “escándalo” de una Jerarquía que se contradecía a sí misma
aparecía como una enormidad tal que indujo a muchos Prelados y clérigos a no
querer que fuera posible que los principios revolucionarios y masónicos
pudieran encontrar aceptación y promoción en la Iglesia. Pero éste fue el golpe
maestro de Satanás -como lo llamó el arzobispo Lefebvre-, que supo
aprovechar el connatural respeto y amor filial de los católicos por la sagrada
autoridad de los Pastores para inducirles a anteponer la obediencia a la
Verdad, quizá con la esperanza de que un futuro Papa pudiera sanar de algún
modo el desastre que se había producido y cuyos resultados perturbadores ya
podían preverse. Esto no sucedió, a pesar de que algunos habían dado
valientemente la voz de alarma. Y yo mismo me cuento entre los que en aquella
fase convulsa no se atrevieron a oponerse a errores y desviaciones que aún no
habían mostrado plenamente su valor destructivo. No quiero decir con esto que
no viera lo que estaba ocurriendo, sino que no encontré -debido al intenso
trabajo y a las tareas absorbentes de carácter burocrático y administrativo al
servicio de la Santa Sede- las condiciones para captar la gravedad sin
precedentes de lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos.
El enfrentamiento
La ocasión que me llevó al enfrentamiento con mis superiores
eclesiásticos comenzó cuando era Delegado para las Representaciones
Pontificias, luego como Secretario General de la Gobernación y finalmente como
Nuncio Apostólico en Estados Unidos. Mi guerra contra la corrupción moral y
financiera desató la furia del entonces secretario de Estado, el cardenal
Tarcisio Bertone, cuando -de acuerdo con mis responsabilidades como Delegado
para las Representaciones Pontificias- denuncié la corrupción del cardenal McCarrick
y me opuse a la promoción al Episcopado de candidatos corruptos e indignos
presentados por el secretario de Estado, quien me hizo trasladar a la
Gobernación, porque “le impedía hacer obispos a quienes él quería”. También fue
Bertone, con la complicidad del cardenal Lajolo, quien obstaculizó mi trabajo
destinado a contrarrestar la corrupción generalizada en la Gobernación, donde
ya había conseguido importantes resultados más allá de todas las expectativas.
Fueron de nuevo Bertone y Lajolo quienes convencieron al papa Benedicto XVI de
que me echara del Vaticano y me enviara a Estados Unidos. Aquí me encontré con
que tenía que lidiar con las vergonzosas actitudes del cardenal McCarrick,
incluidas sus peligrosas relaciones con figuras políticas de la Administración
Obama-Biden y a nivel internacional, que no dudé en denunciar al secretario de
Estado Parolin, quien no las tuvo en cuenta.
Esto me llevó a considerar de otra manera muchos acontecimientos
de los que había sido testigo durante mi carrera diplomática y de Pastor, a
captar su coherencia con un único proyecto que, por su propia naturaleza, no
podía ser ni exclusivamente político ni exclusivamente religioso, ya que
incluía un ataque global a la sociedad tradicional basada en la enseñanza
doctrinal, moral y litúrgica de la Iglesia.
La corrupción como instrumento de chantaje
Así, de ser un Nuncio Apostólico apreciado -por lo que el propio
cardenal Parolin reconoció el otro día mi lealtad, honradez, equidad y eficacia
ejemplares- he pasado a ser un Arzobispo incómodo, no sólo por haber exigido
justicia en los procesos contra prelados corruptos, sino también y sobre todo
por haber dado una clave de lectura que muestra cómo la corrupción en la
Jerarquía fue una premisa necesaria para controlarla, manipularla y obligarla
mediante el chantaje a actuar contra Dios, contra la Iglesia y contra las
almas. Y este modus operandi -que la Masonería
había descrito minuciosamente antes de infiltrarse en el cuerpo eclesial- es
especular al adoptado en las instituciones civiles, donde los representantes
del pueblo, especialmente en los niveles más altos, son chantajeados en gran
medida porque son corruptos y están pervertidos. Su obediencia a los delirios
de la élite globalista conduce a los pueblos a la ruina, a la destrucción, a la
enfermedad, a la muerte -a la muerte no sólo del cuerpo, sino también del alma.
Porque el verdadero proyecto del Nuevo Orden Mundial -al que Bergoglio está
esclavizado y del que extrae su legitimidad de los poderosos del mundo- es un
proyecto esencialmente satánico, en el que la obra de la Creación del Padre, de
la Redención del Hijo y de la Santificación del Espíritu Santo es odiada,
borrada y falsificada por los simia Dei y sus servidores.
Si ustedes no hablan, gritarán las
piedras
Ser testigos de la subversión total del orden divino y de la
propagación del caos infernal con la celosa colaboración de la cúpula vaticana
y del Episcopado, nos hace entender de cuán terribles son las palabras de la
Virgen María en La Salette –Roma perderá la fe y se convertirá en la
sede del Anticristo– y qué odiosa traición constituye la apostasía de los
Pastores, y la aún más inaudita apostasía de quien se sienta en el Trono del
Beatísimo Pedro.
Si yo permaneciera en silencio ante esta traición -que se
consuma con la temible complicidad de muchos, demasiados Prelados que no
quieren reconocer en el Concilio Vaticano II la causa principal de la actual
revolución y en la adulteración de la Misa católica el origen de la disolución
espiritual y moral de los fieles- faltaría al juramento que hice el día de mi
Ordenación y que renové con ocasión de mi Consagración episcopal. Como Sucesor
de los Apóstoles no puedo ni quiero aceptar asistir a la demolición sistemática
de la Santa Iglesia y a la condenación de tantas almas sin intentar por todos
los medios oponerme a todo ello. Tampoco puedo considerar que un silencio
cobarde en aras de una vida tranquila sea preferible al testimonio del
Evangelio y a la defensa de la Verdad Católica.
Una secta cismática me acusa de cisma: eso debería bastar para
demostrar la subversión que se está produciendo. Imagínense qué imparcialidad
de juicio ejercerá un juez que depende del que acuso de usurpador. Pero
precisamente porque este asunto es emblemático, me gustaría que los fieles -que
no tienen por qué conocer el funcionamiento de los tribunales eclesiásticos-
comprendieran que el delito de cisma no se consuma cuando existen razones
fundadas para considerar dudosa la elección del Papa, a causa del vicio
de consenso y por las irregularidades o violaciones de las normas que
rigen el Cónclave. (cf. Wernz – Vidal, Ius
Canonicum, Roma, Pont. Univ. Greg., 1937, vol. VII,
p. 439).
La bula Cum ex apostolatus officio de
Pablo IV estableció a perpetuidad la nulidad del nombramiento o elección de
cualquier prelado -incluido el Papa- que hubiera caído en la herejía antes de
su promoción a cardenal o elevación a Romano Pontífice. Define la promoción o
elevación como nulla, irrita et inanis, es decir,
nula, inválida y sin valor alguno, “aunque
haya tenido lugar con la concordancia y el consentimiento unánime de todos los
Cardenales; ni siquiera se podrá decir que haya sido convalidada por la
recepción del cargo, de la consagración o de la posesión […], o por la
entronización […] del mismo Romano Pontífice o por la obediencia que todos le
presten y por el transcurso de cualquier tiempo en el dicho ejercicio de su
cargo”. Pablo IV añade que todos los actos realizados por esta persona
deben considerarse igualmente nulos y que sus súbditos, tanto clérigos como
laicos, quedan libres de obediencia hacia él, sin
perjuicio, sin embargo, por parte de estos mismos súbditos, de la obligación de
lealtad y obediencia que deben prestar a los futuros Obispos, Arzobispos,
Patriarcas, Primados, Cardenales y al Romano Pontífice canónicamente sucesores.
Pablo IV concluye: “Y para mayor confusión de los así
promovidos y elevados, si pretendieran continuar la administración, sea lícito
solicitar el auxilio del brazo secular; ni por esta razón los que rehúyan la
fidelidad y obediencia a los que han sido de la manera ya mencionada promovidos
y elevados, sean sujetos a ninguna de aquellas censuras y castigos infligidos a
los que quieren deshacer el manto del Señor”.
Por esta razón, con serenidad de conciencia, considero que los
errores y las herejías a los que Bergoglio adhirió antes, durante y después de
su elección y la intención puesta en su supuesta aceptación del Papado hacen
nula su elevación al Trono.
Si todos los actos de gobierno y magisterio de Jorge Mario
Bergoglio, en su contenido y en su forma, resultan ajenos e incluso en
conflicto con lo que constituye la actuación de cualquier Papa; si hasta un
simple creyente e incluso un no católico comprenden la anomalía del rol que
Bergoglio está desempeñando en el proyecto globalista y anticristiano llevado
adelante por el Foro Económico Mundial, las Agencias de
la ONU, la Comisión Trilateral, el Grupo Bilderberg, el Banco Mundial y todas
las demás ramificaciones tentaculares de la élite globalista, esto no demuestra
en absoluto mi voluntad de cisma al poner de relieve y denunciar esta anomalía.
Sin embargo, se me ataca y se me persigue porque hay quienes se engañan
pensando que condenándome y excomulgándome mi denuncia del golpe de Estado
pierde consistencia. Este intento de silenciar a todos no resuelve nada y, de
hecho, hace más culpables y cómplices a quienes tratan de ocultar o minimizar
la metástasis que está destruyendo el cuerpo eclesial.
La “deminutio” del papado sinodal
A esto se agrega el Documento de Estudio El
Obispo de Roma que el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los
Cristianos publicó recientemente (aquí) y la degradación del
Papado que se teoriza en él en aplicación de la Encíclica Ut
uum sint de Juan Pablo II, que a su vez se refiere a la Constitución Lumen
Gentium del Vaticano II. Parece totalmente legítimo -y correcto, en
nombre de la primacía de la Verdad Católica consagrada en los documentos
infalibles del Magisterio papal- preguntarse si la elección deliberada de
Bergoglio de abolir el título apostólico de Vicario de Cristo y optar por
llamarse a sí mismo simpliciter Obispo de Roma no
constituye de alguna manera una deminutio del
propio Papado, un ataque a la constitución divina de la Iglesia y una traición
al Munus petrinum. Y bien mirado, el paso
anterior lo dio Benedicto XVI, que inventó -junto con la “hermenéutica” de una
imposible “continuidad” entre dos entidades totalmente ajenas- el monstruo de
un “Papado colegial” ejercido por el jesuita y por el emérito.
El Documento de Estudio cita no por casualidad una frase de
Pablo VI: El Papa […] es sin duda el mayor obstáculo
en el camino hacia el ecumenismo (Discurso al Secretario para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos, 28 de abril de 1967). Montini había
comenzado a preparar el terreno cuatro años antes, estableciendo enfáticamente
el triregno. Si ésta es la premisa de un texto que debe servir para hacer
“compatible” el Papado romano con la negación del Primado de Pedro que rechazan
los herejes y los cismáticos; y si el mismo Bergoglio se presenta como primus
inter pares en la asamblea de las sectas y denominaciones cristianas
no en comunión con la Sede Apostólica, faltando a la proclamación de la
doctrina católica sobre el Papado definida solemne e infaliblemente por el
Concilio Vaticano I, ¿cómo se puede pensar que el ejercicio del Papado y la
misma voluntad de aceptarlo no estén viciados por una vicio de consentimiento,
tal que haga nula o al menos altamente dudosa la legitimidad del “papa
Francisco”? ¿De qué “Iglesia” podría separarme, a qué “Papa” me negaría a
reconocer, si la primera se define como una “Iglesia conciliar y sinodal” en
contraposición a la “Iglesia preconciliar” -es decir, la Iglesia de Cristo- y
el segundo demuestra que considera el Papado como una prerrogativa personal de
la que puede disponer modificándolo y alterándolo a su antojo, y siempre en
coherencia con los errores doctrinales implícitos en el Vaticano II y en el
“magisterio” postconciliar?
Si el papado romano -el papado, para entendernos, de Pío IX,
León XIII, Pío X, Pío XI, Pío XII- es considerado un obstáculo para el diálogo
ecuménico y el diálogo ecuménico es perseguido como la prioridad absoluta de la
“Iglesia sinodal” representada por Bergoglio, ¿de qué otra manera podría
materializarse este diálogo, si no es en la eliminación de aquellos elementos
que hacen al papado incompatible con él, y por lo tanto manipulándolo de una
manera totalmente ilegítima e inválida?
El conflicto de tantos hermanos y fieles
Estoy convencido de que entre los obispos y sacerdotes hay
muchos que han experimentado y experimentan aún hoy el desgarrador conflicto
interior de verse divididos entre lo que Cristo Pontífice les pide (y ellos lo
saben) y lo que el que se presenta como Obispo de Roma impone por la fuerza,
con chantajes y con amenazas.
Hoy es tanto más necesario que los pastores despertemos de
nuestro letargo: Hora est jam nos de somno surgere (Rom
13, 11). Nuestra responsabilidad frente a Dios, a la Iglesia y a las almas nos
exige denunciar inequívocamente todos los errores y desviaciones que hemos
tolerado durante demasiado tiempo, porque no seremos juzgados ni por Bergoglio
ni por el mundo, sino por Nuestro Señor Jesucristo. A Él daremos cuenta de cada
alma perdida por nuestra negligencia, de cada pecado cometido por ella a causa
nuestra, de cada escándalo ante el que hemos callado por falsa prudencia, por
quietud, por complicidad.
En el día en que debería comparecer frente al Dicasterio para la
Doctrina de la Fe para defenderme, he decidido hacer pública esta declaración
mía, a la que añado una denuncia contra mis acusadores, su “Concilio” y su
“Papa”. Ruego a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, que consagraron la tierra
del Alma Urbe con su propia sangre, que intercedan ante el trono de la Majestad
divina, para que obtengan que la Santa Iglesia sea finalmente liberada del
asedio que la eclipsa y de los usurpadores que la humillan, haciendo de la Domina
gentium la sierva del plan anticristiano del Nuevo Orden Mundial.
En defensa de la Iglesia
La mía no es, pues, una defensa personal, sino la de la Santa
Iglesia de Cristo, en la que he sido constituido Obispo y Sucesor de los
Apóstoles, con el mandato preciso de custodiar el Depósito de la Fe y de
predicar la Palabra, insistir oportuna e inoportunamente, reprender,
exhortar con toda paciencia y doctrina (2Tim 4, 2).
Rechazo con vehemencia la acusación de haber rasgado el manto
inconsútil del Salvador y de haberme sustraído a la suprema autoridad del
Vicario de Cristo: para separarme de la comunión eclesial con Jorge Mario
Bergoglio, primero tendría que haber estado en comunión con él, lo cual no es
posible, desde el momento que el mismo Bergoglio no puede ser considerado
miembro de la Iglesia, debido a sus múltiples herejías y a su manifiesto
extrañamiento e incompatibilidad con el cargo que inválida e ilícitamente ostenta.
Mis acusaciones contra Jorge Mario
Bergoglio
Frente a mis Hermanos en el Episcopado y todo el cuerpo
eclesial, acuso a Jorge Mario Bergoglio de herejía y cisma, y como hereje y
cismático exijo que sea juzgado y apartado del Trono que indignamente ocupa
desde hace más de once años. Esto no contradice en absoluto el adagio Prima
Sedes a nemine judicatur, porque es evidente que un hereje, en la medida en
que no puede asumir el Papado, no está por encima de los Prelados que lo
juzgan.
Acuso igualmente a Jorge Mario Bergoglio por haber provocado -a
causa del prestigio y de la autoridad de la Sede Apostólica que usurpa- graves
efectos adversos, esterilidad y muerte en los millones de fieles que han
seguido su martilleante llamada a someterse a la inoculación de un suero génico
experimental producido con fetos abortados, llegando incluso a hacer publicar
una Nota indicando su uso como
moralmente lícito. Tendrá que responder ante el Tribunal de Dios por este
crimen contra la humanidad.
Por último, denuncio el Acuerdo Secreto entre la Santa Sede y la
dictadura comunista china, por el que la Iglesia es humillada y obligada a
aceptar el nombramiento gubernamental de obispos, el control de las
celebraciones y las restricciones a su libertad de predicación, mientras los
católicos fieles a la Sede Apostólica son perseguidos impunemente por el
gobierno de Pekín ante el silencio cómplice del Sanedrín romano.
El rechazo de los errores del Vaticano II
Constituye para mí un honor que se me “acuse” de rechazar los
errores y las desviaciones implicadas en el llamado Concilio Ecuménico Vaticano
II, al que considero completamente desprovisto de autoridad Magisterial a causa
de su heterogeneidad respecto a todos los verdaderos Concilios de la Iglesia,
que reconozco y acepto plenamente, así como a todos los actos magisteriales de
los Romanos Pontífices.
Rechazo firmemente las doctrinas heterodoxas contenidas en los
documentos del Vaticano II que han sido condenadas por los Papas hasta Pío XII,
o que contradicen de alguna manera el Magisterio católico (cf. Apéndice I). Me
resulta cuando menos desconcertante que quienes me juzgan por cisma sean los
que se apropian de la doctrina heterodoxa, según la cual subsiste un vínculo de
unión “con los que, siendo bautizados, lo son con
el nombre de cristianos, pero no profesan integralmente la fe o no conservan la
unidad de la comunión bajo el sucesor de Pedro” (LG n. 15). Me pregunto con
qué descaro se puede desafiar a un obispo a romper una comunión que también se
afirma que existe con herejes y cismáticos.
De la misma manera, condeno, rechazo y repudio las doctrinas
heterodoxas expresadas en el llamado “magisterio postconciliar” originadas por
el Vaticano II, así como las recientes herejías relativas a la “iglesia
sinodal”, a la reformulación del Papado en clave ecuménica, la admisión de
concubinarios a los sacramentos y a la promoción de la sodomía y de la
ideología de “género”. Asimismo, condeno la adhesión de Bergoglio al fraude
climático, una insana superstición neomalthusiana engendrada por quienes, odiando
al Creador, no pueden sino detestar también la Creación, y con ella al hombre,
hecho a imagen y semejanza de Dios.
Conclusión
A los fieles católicos, hoy escandalizados y desorientados por
los vientos de novedad y de las falsas doctrinas que promueve e impone una
Jerarquía rebelde al divino Maestro, les pido que recen y ofrezcan sus
sacrificios y ayunos pro libertate et exaltatione Sanctæ Matris Ecclesiæ, para
que la Santa Madre Iglesia recupere su libertad y pueda triunfar con Cristo
después de este tiempo de pasión. Que los que han tenido la Gracia de ser
incorporados a ella en el Bautismo no abandonen a su Madre, hoy sufriente y
postrada: tempora bona veniant, pax Christi veniat, regnum Christi veniat.
Dado en Viterbo, 28 de junio del año del Señor 2024, Vigilia de
los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.