El tiempo de la Santa Navidad es para aumentar nuestro tiempo en torno al Señor, alabándole con nuestro corazón, que debe ser puro, obediente, humilde, manso. Ser como niño, pero no como cuestión de la edad, sino como aquel niño que se acercó a Jesús, la infancia espiritual. No era una infancia según el mundo. El Niño Jesús nos da ejemplo de obediencia, toda su vida desde que vino al mundo siempre ha sido el deseo de cumplir la Voluntad de Dios Padre. De hecho, la infancia espiritual que antes comenté, lo vemos en el Niño Jesús..
Yo creo que el deseo de decir a otros, "Feliz Navidad", me parece que sobra: "y prospero año nuevo" pues de lo espiritual a lo mundano, no me llega a convencer. Si deseamos prosperidad, debe ser conforme a la fe, crecer en el Espíritu de Dios, amar en la medida que Cristo nos ama. Por tanto, sobra también aquello de "un poquito de misericordia, un poquito de caridad, de amor", no nos basta con un poquito, sino que a partir de un poquito la medida de nuestro amor a Dios debe aumentar.
Bien.
Aunque una costumbre que hay sobre el buey y la mula, que colocaron junto al Niño Jesús, no se contempla en el Nuevo Testamento, como lo explicó
Peter
Stuhlmacher hace referencia a que, probablemente, ha ejercido su influjo aquí
también la versión griega de Hab 3,2: «En medio de dos seres vivientes se te
conocerá. […]. Cuando haya llegado el tiempo, te manifestarás» [Stuhlmacher, Die
Geburt des Immanuel, 52.]. Al parecer, con los dos seres vivientes se están
designando los dos querubines que, según Éx 25,18-20, señalan y ocultan, sobre
la tapa del arca de la alianza, la misteriosa presencia de Dios. Así, el
pesebre se convertiría de alguna manera en arca de la alianza en la cual Dios
está misteriosamente cobijado entre los hombres y frente a la cual ha
llegado para «el buey y el asno», para la humanidad formada por judíos y
paganos, la hora del conocimiento de Dios.
En
la curiosa asociación de Is 1,3, Hab 3,2, Éx 25,18-20 y el pesebre aparecen
ahora los dos animales como representación de la humanidad carente de
entendimiento que, frente al niño, frente a la humilde aparición de Dios en el
establo, alcanza el conocimiento y, en la pobreza de ese nacimiento, recibe la
epifanía que ahora enseña a todos a ver. La iconografía cristiana recogió ya
tempranamente este motivo. Ninguna representación del pesebre renunciará al
buey y al asno. (Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, edición completa. El nacimiento de Jesús, págs. 91-92. Ed. Encuentro. 2018)
Notemos que los animales carecen de entendimiento, no son espirituales, pero el cristiano tiene que serlo, ese entendimiento que el Señor nos ofrece por medo de la verdadera fe, sin contaminación...
Son muchos los cristianos que se ponen alrededor de Jesús, pero solo unos poco, crecen en la inteligencia espiritual. Los otros no llegan a decidirse si permanecer con Cristo, o disfrutar todo lo que el mundo le presente, por lo que en su tibieza se seca, no tiene vida espiritual, siempre pensando en divertirse, en pasarlo bien, en el deporte, en los vicios.
* * *
LA NAVIDAD DE GRECCIO
CELEBRADA POR SAN FRANCISCO (1223)
CELEBRADA POR SAN FRANCISCO (1223)
Digno de recuerdo y de
celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo Francisco tres años antes
de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de
nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de
nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado
Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy
honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del
espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor,
el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con
frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta
del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te
voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en
Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que
sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el
pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno».
En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en
el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
Llegó el día, día de
alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos
lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon,
según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que,
con su estrella centelleante, iluminó todos los días y
años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las
cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara
el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la
simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y
Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el
día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la
gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de
voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos
las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de
alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre,
desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable
gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote
goza de singular consolación.
El santo de Dios viste los ornamentos de
diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz
potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios
supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento
del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras
que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús,
encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y,
pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de
voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba
«niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba
la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura
de estas palabras.
Se multiplicaban allí los dones del
Omnipotente; un varón virtuoso tiene una admirable visión.
Había un niño que, exánime, estaba recostado en el
pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de
sueño. No carece esta visión de sentido, puesto que el
niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones,
resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen
quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia,
todos retornaron a su casa colmados de alegría.
Se conserva el heno colocado sobre el
pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa
misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así
sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que
sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus
dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos,
colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo
acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación
de diversos males.
El lugar del pesebre fue luego consagrado
en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se
construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para
que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí
coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne
del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien
se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el
Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los
siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya.
Relato de San Buenaventura
(LM 10,7)
Tres años antes de su muerte se
dispuso Francisco a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad
posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de
excitar la devoción de los fieles.
Mas para que dicha celebración no
pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al
sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre
con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un
asno.
Son convocados los hermanos, llega la
gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita, esmaltada
profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se
convierte en esplendorosa y solemne.
El varón de Dios estaba lleno de
piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el
corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la misa
solemne, en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio.
Predica después al pueblo allí presente sobre el nacimiento del
Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo -transido de ternura y amor-, lo llama
«Niño de Bethlehem».
Todo esto lo presenció un caballero
virtuoso y amante de la verdad: el señor Juan de Greccio, quien por su
amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al
varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este
caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño
extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el
bienaventurado padre Francisco, parecía querer despertarlo del
sueño.
Dicha visión del devoto caballero es
digna de crédito no sólo por la santidad del testigo, sino
también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los
milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las
gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe de
Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en
milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar
otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su
siervo y con evidentes y admirables prodigios demostraba la eficacia de su
santa oración.
Relato del P.
Cuthbert
El viajero que desde el valle de Espoleto
entra por el sur al valle de Rieti, se da en seguida cuenta de que aquél
es un país diferente, a pesar de que en los mapas el distrito de Rieti,
rodeado de altas montañas, está señalado como formando
parte de Umbría. Hay un no sé qué de altanero, tanto en el
aspecto del paisaje como en el carácter de sus habitantes; pero es una
altivez que no tiene el menor resabio de hostilidad. Por el contrario,
allí se encuentra una hospitalidad generosa, un deseo de que el
visitante tenga la sensación de hallarse en su casa. Rieti tiene aires
de gran señor, aun cuando hace entrega de lo mejor de sí mismo,
distintivo que ostentan frecuentemente los pueblos inconquistados de las
montañas. [...]
No maravilla que Francisco buscase refugio
en el valle de Rieti, para apartarse de los cuidados y agitación de su
apostolado activo, ni que en los años de su gran tribulación
fuese allí a fortalecerse para el sufrimiento y la batalla. Y no podemos
imaginar lugar más adecuado que aquel retiro montañés,
para situar en él aquellos últimos años en que Francisco,
lleno el espíritu de la expectación de la muerte, no podía
ya ver turbada por los clamores del mundo la paz reconquistada.
Al abandonar Roma después de la
solemne aprobación de la Regla por Honorio III en noviembre de 1223,
tenía la certeza de haber realizado el acto culminante de su ministerio.
Sabía que de diferentes maneras había desaparecido la simplicidad
de los primeros años; pero en la medida de sus fuerzas había
asegurado a todos los que amaban la vocación de la pobreza, la libertad
de observarla con la autorización suprema de la Iglesia. Y sentía
ahora que, descontando el dar buen ejemplo, su labor había terminado;
con mayor independencia podía entregarse a la vida oculta con Cristo su
Señor. En adelante, el mundo y los hombres apenas turbarán su
alma, sumida cada vez más íntimamente en el abrazo del Amado; y
las voces de la tierra llegarán a su interior tan sólo a
través de aquella vida mística que es fronteriza con la
eternidad.
Acercábase Navidad. Faltaban dos
semanas para tan dulce fiesta y Francisco se hallaba otra vez en el valle de
Rieti, probablemente en su celda de rocas de Monte Rainerio (Fontecolombo); y
había invitado a un amigo a acompañarle, Giovanni de Vellita.
Giovanni vivía en Greccio, a algunas millas hacia el norte siguiendo el
camino que conduce al lago. Algunos años antes había conocido a
Francisco en una de sus misiones, cayendo entonces bajo el hechizo de su
espíritu y pasando a ser uno de sus discípulos aislados. Era
hombre de posición desahogada y tenía algunas tierras en su
país natal. Queriendo inducir a Francisco a residir algunas temporadas
en aquel vecindario y conociendo su afición a los retiros solitarios,
había dispuesto para su uso algunas cuevas en el peñascal que
mira a la villa de Greccio, construyendo allí, en torno de las cuevas,
un tosco eremitorio a gusto de Francisco, donde pudiesen vivir algunos frailes.
La villa de Greccio se asienta sobre una elevada arista de roca, al borde de
una anchurosa oquedad. Puede contemplar en el fondo acomodadas masadas y
viñedos resguardados del viento norteño por la desnuda
montaña escalonada. A la extremidad de la hondonada, opuesta a la
población, la roca viva se alza cortada a pico a algunos centenares de
pies. En la cúspide de esa roca está el eremitorio que Giovanni
dio a los frailes; pero, en sus alrededores hay terreno llano suficiente para
que el bosque brinde sus sombras hospitalarias.
Francisco conocía bien aquel paraje
y sentía vivos deseos de celebrar allí la fiesta de Navidad. En
la paz recobrada por su alma, el mundo se transfiguraba con signos
sacramentales; al meditar durante el adviento el misterio de Belén,
sentía un deseo vehementísimo, cual no lo sintiera anteriormente,
de tener la visión de Cristo sobre la tierra. La dulzura de la
condescendencia divina había penetrado en su alma con vital insistencia;
en espíritu contemplaba la pobreza del nacimiento de su Señor,
por el amor iluminada, y quería más todavía, a saber, la
visión material de lo que espiritualmente adivinara. Quería ver
este misterio de amor en su forma terrena y realizar con su
representación el desposorio del cielo y de la tierra; y hacer de esta
suerte que Dios habitara de nuevo entre las cosas temporales.
Así, pues, en llegando Giovanni
díjole Francisco: «Quisiera conmemorar aquel Niño que
nació en Belén y ver de algún modo con mis ojos corporales
los trabajos de su infancia; ver cómo yacía sobre la paja en un
establo, con el buey y el asno a su lado. Si tú quieres, celebraremos
esta fiesta en Greccio, adonde irás antes a preparar lo que te
diga». Giovanni fue, pues, a Greccio, y en el bosque, cerca de las
ermitas, dispuso un establo con un pesebre y al lado del pesebre un altar. Y
Francisco envió a decir a todos los frailes del valle de Rieti que se
reuniesen con él en Greccio para celebrar la Navidad.
Llegó la vigilia de Navidad, y como
se acercase la hora de la misa de medianoche, los vecinos de ambos sexos de la
población y del campo acudieron al eremitorio llevando hachas encendidas
que proyectaban un juego de sombras en la ladera de la colina a medida que
avanzaban con paso firme; al reunirse en grupo compacto entorno al establo,
todo aquel lado de la oquedad parecía en llamas. Francisco ofició
de diácono, impregnándose sus funciones sagradas con el embeleso
y la solicitud de la madre que cuida a su hijo. Cuando, después del
Evangelio, se adelantó a predicar, sintió la muchedumbre como que
un misterio oculto iba a ser realmente revelado a sus ojos; el predicador le
comunicaba su propia visión de Belén y la hacía estremecer
con sus emociones personales. Parecía haber perdido la noción del
concurso de gente que le rodeaba y no ver más que al Divino Niño,
a su cuidado maternal, acariciado por la pobreza y adorado por la sencillez.
Tiernamente le saludaba, llamándole «Niño de
Belén» y «Jesús», y al pronunciar estos nombres
parecía paladearlos con extraordinaria dulzura; y la palabra
«Beth-le-em» la exhalaba con una entonación cual si fuese el
balido de adoración de las ovejuelas de las colinas de Judea. De vez en
cuando inclinábase sobre el pesebre y lo acariciaba. Giovanni
aseguró después que vio un niño tendido en la comedera
como si estuviese muerto, el cual despertó al contacto de Francisco.
Todos los circunstantes creyeron que aquella noche Greccio se había
convertido en otro Belén.
Durante el resto del invierno y ya muy
entrada la primavera, parece que Francisco siguió habitando el
eremitorio en la peña, pero no enteramente incomunicado con los hombres.
Porque el mismo amor que le aproximaba a Cristo el Amado en la soledad, le
impelía a anunciar al prójimo el evangelio del amor redentor de
Cristo. [...]
Poco después de la muerte de
Francisco, erigióse una capilla en el lugar del establo. La capilla
existe todavía; próxima a ella hay otra más espaciosa
construida algo más tarde. Recientemente se ha edificado una nueva
iglesia, más moderna.
[P. Cuthbert, Vida de San
Francisco de Asís, Barcelona 19563, 287-291]
Relato de Leonhard
Lehmann
Volvamos ahora a Greccio, el lugar
vinculado por antonomasia con la Navidad franciscana. Para ello, resumiremos
los amplios y detallados relatos de los biógrafos, destacando algunas
líneas básicas que completan el cuadro trazado por el Salmo
Navideño. Greccio nos muestra sobre todo el aspecto experiencial.
¿Cómo celebró Francisco la fiesta del nacimiento del
Salvador?
En la Vida primera, escrita por
Tomás de Celano en 1228, el primer biógrafo de san Francisco
describe con todo entusiasmo cómo celebró nuestro Padre la
Navidad del año 1223 en el pueblecito de Greccio (1 Cel 84-86). San
Buenaventura se basará en este relato para narrarnos, aunque de forma
más breve, el mismo acontecimiento en su Leyenda Mayor, escrita
en 1262 (LM 10, 7). Ambos relatos nos informan sobre la famosa
celebración navideña: el Pobrecillo quiso reproducir, con la
máxima fidelidad posible, un segundo Belén, con el buey y el
asno, sirviéndose de una hendidura natural en la roca como cuna para el
Niño Jesús, en plena naturaleza y en el corazón de la
noche. Pero no sólo quiso reproducir visiblemente el acontecimiento de
Belén; Francisco quería también que los asistentes
participaran de lo que allí se celebraba y que la celebración les
impulsara a una fe más profunda y a una devoción más
ardiente. Así pues, invitó a todos los hermanos de los
eremitorios cercanos, al igual que a la gente de Greccio y de sus alrededores.
Acudió con todos ellos, en solemne procesión, llevando velas y
antorchas, al lugar previamente preparado y, una vez allí, empezó
la sagrada representación del misterio del nacimiento del Hijo de Dios.
Debe subrayarse que una parte de esta celebración nocturna y a cielo
abierto consistió precisamente en la celebración de la
misa. Francisco participó en ella en su calidad de
diácono. Cantó con voz emocionada el evangelio del nacimiento de
Cristo, y luego predicó. Pero su predicación no fue una
exposición doctrinal, sino más bien una representación
mímica. Predicó con el corazón y con las manos, con el
rostro y con los gestos, con palabras y con todo su ser. Su cuerpo entero
expresaba la plenitud de sus experiencias íntimas. Como dice Celano,
cuando pronunciaba las palabras «Je-sús» o
«Beth-le-em» parecía un niño tartamudo o una oveja
que bala.
Tras tan singular e inimitable
predicación, que reproducía con gestos más que con
palabras el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, el hermano sacerdote se
acercó junto con Francisco al altar preparado sobre la roca y
prosiguió la eucaristía. El misterio de la encarnación de
Dios desemboca en el misterio de la redención y en el de la nueva
presencia de Cristo glorioso en la eucaristía.
Si Francisco proclamó y
visualizó mímicamente el nacimiento de Cristo con tanta
emoción y expresividad, podemos imaginarnos el fervor con que
saludaría después al Redentor que se hacía presente sobre
el altar, cómo lo adoraría y con cuánta fe lo
recibiría.
La celebración navideña de
Greccio fue mucho más que la representación de un misterio. Por
su vinculación con la misa, fue una celebración litúrgica
cuasi-dramática, cuyo punto esencial consistió, no en la
representación de una historia, sino en la actualización y
vivencia de un misterio de fe. De hecho, según afirma Celano, la fe,
apagada en los corazones de muchos, se despertó a una nueva vida (1 Cel
86b).
La liturgia navideña de Greccio no
queda anclada en el acontecimiento de Belén, sino que sigue a
Jesús hasta el Gólgota y lo reconoce como el Redentor y el
Glorificado que desciende nuevamente hoy hasta nosotros y se nos da en la
comunión. Así pues, Belén, la cruz y el
altar quedan ensamblados en una misma celebración de fe. No es,
por tanto, difícil descubrir en todo ello una vinculación con el
Salmo Navideño, cuyo rasgo distintivo, como antes vimos, radica
en la visión unificada de la cuna y la cruz. En la celebración de
Greccio el arco se amplía todavía más, llegando hasta la
eucaristía, donde Dios continúa entregándosenos cada
día.
La Navidad de Greccio fue una fiesta
única, y esto en un doble sentido: en primer lugar, porque ni Francisco
ni sus hijos espirituales la repitieron; y, además, porque es
incomparable e irrepetible.
Por otra parte, no debemos olvidar que, a
pesar de toda su singularidad, la expresiva y eficaz representación del
misterio de la Navidad en Greccio, si exceptuamos la celebración de la
eucaristía, se inscribe dentro de la tradición medieval de las
representaciones de los misterios del tiempo navideño. Tiene algunos
puntos de contacto sobre todo con los dramas bucólicos.
En fin, sería erróneo
considerar a Francisco como el introductor de las escenificaciones del
belén, como tantas veces alegan escritos edificantes e incluso
científicos. Con anterioridad a Francisco ya hubo algunas
escenificaciones sencillas del belén, aunque no muy numerosas; por
ejemplo, en Santa María la Mayor, de Roma. Y nuestros conocidos y
populares belenes, con sus gráficas figuras que van acercándose
paulatinamente al portal, aparecieron bastante más tarde, a partir del
siglo XVI, como una derivación de esas escenificaciones sacras. Su
difusión se debe más a los jesuitas que a los
franciscanos.
Así pues, con la
escenificación de la Nochebuena, Francisco se halla, por una parte,
dentro de la corriente de su tiempo; pero, por otra, la vinculación de
esta representación con la eucaristía es un elemento nuevo y
presenta rasgos singulares e inimitables que hay que agradecer a las dotes de
simplicidad e improvisación de Francisco. Toda su celebración
litúrgica cuasidramática está impregnada de la experiencia
y transmisión de la fe de Francisco, tan personal, global y sensible.
Aquí y en la universal popularidad del Santo radica el que la voz
popular quiera presentarlo como el introductor y difusor del belén. Pero
el Pobrecillo de Asís no tiene necesidad de esta falsa gloria.
En todo el magnífico resplandor de
Greccio, en toda la admiración de aquella maravillosa celebración
escenificada por Francisco, debemos tener muy presente su Salmo
Navideño, serio, sereno, que nos invita a la imitación y el
seguimiento: Francisco y sus hermanos lo recitaban varias veces al día
durante todo el tiempo de Navidad, y aquel salmo-meditación iba
acompasando su jornada y produciendo en su vida cotidiana lo que en Greccio
floreció en fiesta inolvidable. He aquí el texto del Salmo
Navideño de san Francisco (OfP 15):
Gritad de gozo a Dios, nuestra ayuda; *
aclamad al Señor Dios vivo y verdadero con gritos de
júbilo.
Porque el Señor es excelso, *
terrible, Rey grande sobre toda la tierra.
Porque el santísimo Padre del cielo,
Rey nuestro antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto, * y
nació de la bienaventurada Virgen santa María.
Él me invocó: Tú eres
mi Padre; * y yo lo constituiré mi primogénito, excelso sobre los
reyes de la tierra.
En aquel día envió el
Señor su misericordia, * y de noche su cántico.
Éste es el día que hizo el
Señor, * exultemos y alegrémonos en él.
Porque un santísimo niño
amado se nos ha dado, y nació por nosotros de camino y fue puesto en un
pesebre, * porque no tenía lugar en la posada.
Gloria al Señor Dios en las alturas,
* y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad.
Alégrense los cielos y exulte la
tierra, conmuévase el mar y cuanto lo llena; * se alegrarán los
campos y todo lo que hay en ellos.
Cantadle un cántico nuevo, * cantad
al Señor, toda la tierra.
Porque grande es el Señor y muy
digno de alabanza, * más temible que todos los dioses.
Familias de los pueblos, ofreced al
Señor, ofreced al Señor gloria y honor, * ofreced al Señor
gloria para su nombre.
Ofreced vuestros cuerpos y llevad a cuestas
su santa cruz, * y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos.
[L. Lehmann, El
"Salmo Navideño" de san Francisco (OfP 15), en
Selecciones de Franciscanismo, vol. XX, núm. 59 (1991)
261-263]
Benedicto XVI
Audiencia General del Miércoles 23 de diciembre de 2009
Audiencia General del Miércoles 23 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Con la Novena de Navidad que estamos
celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso
y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, ya inminente. El
deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta
de la Navidad nos dé, en medio de la actividad frenética de
nuestros días, una serena y profunda alegría para que nos haga
tocar con la mano la bondad de nuestro Dios y nos infunda nuevo valor.
Para comprender mejor el significado de la
Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen
histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico
de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de
Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más
antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la
resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del
anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser cristianos
significa vivir de modo pascual, implicándonos en el dinamismo originado
por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cf. Rm 6,4).
El primero que afirmó con claridad
que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma,
en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año
204. Algún exegeta observa, además, que ese día se
celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén,
instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de
fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de
Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo,
el Adviento de Dios a esta tierra.
En la cristiandad la fiesta de Navidad
asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de
la fiesta romana del «Sol invictus», el sol invencible;
así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la
verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, el particular
e intenso clima espiritual que rodea la Navidad se desarrolló en la Edad
Media, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente
enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer
biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que
san Francisco «con preferencia a las demás solemnidades, celebraba
con inefable alegría la del Nacimiento del Niño Jesús; la
llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño
pequeño, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199).
De esta particular devoción al misterio de la Encarnación se
originó la famosa celebración de la Navidad en Greccio.
Probablemente, para ella san Francisco se inspiró durante su
peregrinación a Tierra Santa y en el pesebre de Santa María la
Mayor en Roma. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo
de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del
acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su
alegría a todos.
En la primera biografía,
Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una
forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la
difusión de la tradición navideña más hermosa, la
del belén. La noche de Greccio devolvió a la cristiandad la
intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad y educó al pueblo de
Dios a captar su mensaje más auténtico, su calor particular, y a
amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular enfoque de la Navidad
ofreció a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua
había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a
la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo
futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor
inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del
Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y
de amar.
Celano narra que, en aquella noche de
Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión
maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño
pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la
cercanía de san Francisco. Y añade: «No carece esta
visión de sentido, puesto que el Niño Jesús, sepultado en
el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su
siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones
enamorados» (1 Cel 86). Este cuadro describe con gran precisión
todo lo que la fe viva y el amor de san Francisco a la humanidad de Cristo han
transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios
se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san
Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios ha
llegado a ser verdaderamente el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros, del
que no nos separa ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño, Dios
se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos
tratarle de tú y mantener con él una relación confiada de
profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.
En ese Niño se manifiesta el
Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar,
por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido
libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la
soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre. En Jesús,
Dios asumió esta condición pobre y conmovedora para vencer con el
amor y llevarnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el
título más grande de Jesucristo es precisamente el de
«Hijo», Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un
término que prolonga la referencia a la humilde condición del
pesebre de Belén, aunque corresponda de manera única a su
divinidad, que es la divinidad del «Hijo».
Su condición de Niño nos
indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su
presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de
Jesús: «Si no os convertís y os hacéis como
niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3).
Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento
decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con
corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto
es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos
los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro
corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor,
precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues,
también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de
Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa
(cf. Lc 2,20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el
acontecimiento de Greccio: «Todos retornaron a su casa colmados de
alegría» (1 Cel 86).
Este es el deseo que os expreso con afecto
a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz
Navidad a todos!
Benedicto
XVI
Homilía de la Misa de Nochebuena (24-XII-2011)
Homilía de la Misa de Nochebuena (24-XII-2011)
Queridos hermanos y hermanas:
La lectura que acabamos de escuchar, tomada
de la Carta de san Pablo Apóstol a Tito (Tit 2,11-14), comienza
solemnemente con la palabra apparuit, que también encontramos en
la lectura de la Misa de la aurora: apparuit - ha aparecido. Esta es una
palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera
sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres habían
hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo
había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. Heb 1,1: Lectura de
la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él ha
aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita.
Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la
gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo
una idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras. Él «ha
aparecido».
Pero ahora nos preguntamos:
¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La
lectura de la Misa de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la
bondad de Dios y su amor al hombre» (Tit 3,4). Para los hombres de la
época precristiana, que ante los horrores y las contradicciones del
mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría
ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera
«epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura
bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en
la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es
verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el
bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro
cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»:
ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en
Navidad.
En las tres misas de Navidad, la liturgia
cita un pasaje del libro del profeta Isaías, que describe más
concretamente aún la epifanía que se produjo en Navidad: «Un
niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el
principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre
perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin
límites» (Is 9,5s). No sabemos si el profeta pensaba con esta
palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece
imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se
dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios
fuerte, Padre para siempre. Nos encontramos ante una visión que va,
mucho más allá del momento histórico, hacia algo
misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es
Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre
perpetuo. Y la paz será «sin límites». El profeta se
había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y, a
propósito de la paz venidera, había dicho que la vara del
opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de
sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1.3-4).
Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como
niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y lleva un
mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente
amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que
siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas,
clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido como
niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual
el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser
constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos
porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te
rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este
mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de
sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de
manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
La Navidad es Epifanía: la
manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido
para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los
reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en
1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva
dimensión del misterio de la Navidad. Francisco de Asís
llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» -más que
todas las demás solemnidades- y la celebró con «inefable
fervor» (2 Celano, 199). Besaba con gran devoción las
imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura
como hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (Ibid.). Para la
Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era la Pascua: en la
resurrección, Cristo había abatido las puertas de la muerte y, de
este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado
para el hombre un lugar en Dios mismo.
Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha
querido cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura
interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por
él y por su manera de creer, ha sucedido algo nuevo: Francisco ha
descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad completamente
nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente en el
momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto
en pañales y acostado en un pesebre. La resurrección presupone la
encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de
hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de
Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios
y su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así
una hondura del todo nueva. En el niño en el establo de Belén, se
puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el
año litúrgico ha recibido un segundo centro en una fiesta que es,
ante todo, una fiesta del corazón.
Todo eso no tiene nada de
sensiblería. Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la
humanidad de Jesús se revela el gran misterio de la fe. Francisco amaba
a Jesús, al niño, porque en este ser niño se le hizo clara
la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en la pobreza
del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente,
necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor,
nuestro amor. La Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios,
cuyas luces destellantes esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos
invita a la humildad y a la sencillez. Roguemos al Señor que nos ayude a
atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes de este tiempo hasta
encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén,
para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.
Francisco hacía celebrar la santa
Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf. 1
Celano). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar para
que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los
hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo,
la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano,
87). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto
diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los
espléndidos cantos navideños de los frailes, la
celebración parecía toda una explosión de alegría
(cf. 1 Celano, 85 y 86). Precisamente el encuentro con la humildad de Dios se
transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta.
Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la
Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un
tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los
emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado.
Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La
intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales
asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios.
Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que
inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una cercanía más
profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si
queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos
del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer
nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir
la proximidad de Dios.
Hemos de seguir el camino interior de san
Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace
al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por
decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a
Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que
se oculta en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos
así la liturgia de esta Noche santa y renunciemos a la obsesión
por lo que es material, mensurable y tangible. Dejemos que nos haga sencillos
ese Dios que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo. Y
pidamos también en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la
Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para
que aparezca ante ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a
ellos y a nosotros esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el
establo, ha querido traer al mundo. Amén.
Ver también: Hoy nace el Salvador. ¡Feliz y Santa Navidad! (Por Néstor Mora)
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